El humor negro y el terror comparten materia prima; lo que los diferencia es el talante con que se manipulan.
A primera vista, el humor negro es un golpe bajo, pues pretende hacernos reír con el dolor, la guerra, la crónica roja. Se aventura por territorios delicados, toda vez que nadie puede vanagloriarse de no haber estado enfermo, no haber perdido a un ser querido o sufrido maltratos de alguna índole. Es meter el dedo en una llaga compartida. ¿Cómo puede ser eso divertido?
Bueno, pues lo es. No se trata de convertir el dolor y el crimen en objeto de burla, sino en perderles el respeto, en contemplarlos como experiencias vitales ineludibles, como parte del camino. Es cierto que implica hacer piruetas sobre la cuerda floja, y que no todo el mundo le verá la gracia… como también lo es que siempre ha estado ahí, en la literatura, el teatro, la plástica. Ahora bien, en esta columna se habla de cine, así que empecemos mencionando La vita é bella (1997) de Roberto Benigni como un exceso glorioso, un ejercicio de riesgo en pos de la belleza y loor del espíritu humano.
Vale la pena examinar otros ejemplos notables:
–Arsenic and old lace (Frank Capra, 1944): Uno de esos clásicos que nos pasaban durante la recreación en la Vocacional Lenin, allá por los setenta. Como es obvio, cuando te enfrentas a una historia como esta a temprana edad es normal no percibir todo lo que está en juego; así, uno se reía de la creciente locura de Mortimer, el protagonista interpretado por Cary Grant, porque los crímenes de sus dos tías, esas ancianitas encantadoras que envenenaban a hombres mayores para librarlos de la soledad (y los hacían enterrar por otro sobrino, cuyo delirio lo lleva a creerse Roosevelt) simplemente no podíamos aquilatarlos. Pero cuando lo haces, de todos modos te ríes, po