El viajero cubano Wen Gálvez desembarcó del Olivetti, en Tampa, después de un viaje sin zozobra procedente de La Habana. Miraba atónito las aceras de madera, en algunos tramos con remiendos de ladrillos o loza granítica.
Llamaron su atención los tranvías eléctricos y no pudo evitar la comparación con los que circulaban en Cuba, de donde había huido en ese año de 1897 para escapar de la guerra que azotaba la isla.
“Habituado uno a ver en La Habana y en Puerto Príncipe a los carros urbanos tirados por caballos —sin contar los que hacen el servicio al Vedado— se sorprende cuando ve aquí los mismos carros que van solos”.
Los llamados carros urbanos mencionados por Gálvez también fueron conocidos como tranvías de sangre y formaron parte del paisaje citadino a partir del crecimiento extramuros de la capital cubana, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el aumento demográfico demandó un mejor servicio de transporte.
En 1862, año en que se inauguró el Ferrocarril Urbano de La Habana, con los novedosos tranvías a tracción animal, circulaban aproximadamente 4 350 coches en la urbe.
Los antecedentes del nuevo sistema de transporte podemos identificarlos en las denominadas guaguas o ómnibus. Desde 1839 existía una ruta entre Guanabacoa y Regla, paulatinamente fueron extendiéndose a otras zonas de La Habana. Expone el investigador Michael González Sánchez:
(…) tenían comparativamente varias ventajas con respecto a los quitrines y calesas. Al igual que estos últimos estaban construidos de madera, pero con una constitución más sólida, acorde a las malas condiciones de los caminos, soportaban un mayor número de pasajeros y, sobre todas las cosas, transitaban a una mayor velocidad por disponer de más animales de tiro encargados de la tracción.
El otro antecedente, el llamado “tranvía de Guanabacoa”, de apenas 4 kilómetros de recorrido, había sido fundado una década antes de que Ferrocarril Urbano de La Habana comenzara su funcionamiento.
El proyecto
José Domingo Trigo, hombre de negocios nacido en España (pionero del tranvía madrileño) y administrador de una empresa que tenía como objeto social el tráfico de carga mediante carretones presentó a las autoridades un proyecto con el fin de establecer el sistema de tranvías, tirados por fuerza animal en La Habana. Esta propuesta fue aprobada por Real Decreto, el 5 de febrero de 1859. Cubriría cuatro rutas, detalladas así por Celia María González Rodríguez:
La primera línea autorizada tendría su paradero en la Plazoleta de San Juan de Dios, en la manzana que forman las calles San Juan de Dios, Empedrado, Habana y Aguiar y contaría con dos ramales, uno hacia el Cerro y otro hacia Jesús del Monte. Los tranvías salían por las calles de Empedrado y Egido hasta la puerta de Colón, en la muralla, para tomar la Calzada de Vives hasta el otro lado del puente de Cristina. En ese punto se bifurcaba el recorrido, el primero hacia el Cerro tomando la calzada del Horcón y el segundo hasta el caserío de Jesús del Monte, pasando por Agua Dulce.
La segunda línea también enlazaba el Cerro con la plaza de San Juan de Dios pero mediante un trayecto diferente, pues tomaba por la calzada de Belascoaín y posteriormente por las calles Reina, Galiano, San Rafael, Consulado y Neptuno y de ahí hasta la puerta de Colón. De esta manera se lograba la comunicación de los barrios de extramuros con la ciudad histórica. La tercera de las líneas salía de la explanada del Castillo de La Punta, al final del paseo de Tacón, para empalmarse con la estación ferrocarrilera de Villanueva, -en los espacios donde actualmente está erigido el Capitolio Nacional-, y de este punto hacia la alameda de Paula para terminar en la calle San Francisco, muy cercana al Castillo del Príncipe. El último de los recorridos también tenía su paradero en la explanada del Castillo de la Punta y alcanzaba la ribera del río La Chorrera, actual Almendares.