Hace un tiempo vino a mi casa uno de esos tipos a los que uno llama cuando necesita reparar algo en el ordenador o comprar con urgencia una pieza de repuesto. Era un chico de unos 22 años que, mientras hacía con presteza lo que le pedí, echó una ojeada distraída a lo que yo guardaba en el disco duro, y se quedó muy sorprendido cuando vio que tenía cosas de Chaplin y de Laurel y Hardy. ¿Esas son películas en blanco y negro, silentes?, me preguntó con la fascinación de quien recién conoce a alguien que duerme en una cama de clavos. Sí, y no necesariamente, le contesté. El tipo me miró raro, y para hacer conversación añadió que él mismo había visto hacía poco una película muy vieja… de cinco o seis años atrás por lo menos, aventuró. Y que le gustó, pero que los efectos especiales le parecían de palo. Indagué; la película resultó ser Alien (1979), de Ridley Scott.
Cuento esto porque a los ojos de los más jóvenes los efectos especiales creados por artistas como Ray Harryhausen o los maquillajes de las películas antiguas resultan risibles, hasta el punto de escamotearles la magia que les vimos (y seguimos viendo). Vértigo (1958), de Hitchcock, es una pieza inagotable. Aun teniendo una buena copia, hace un tiempo fui a la Cinemateca a verla en comunión con otros devotos… y no faltó el comemierda que rio con los efectos de la caída y las alucinaciones del personaje de James Stewart. Como si la historia del arte —y la tecnología— no existieran, como si en cada momento no hubiera un state of the art y solo el presente, moviéndose como el haz de una linterna sobre la pared de una cueva, legitimara calidades y saberes.
Así, alguien que haya visto las recientes entregas de la saga nacida