Puede que no haya sido una señal cuanto vi al cruzar la intersección de la 12st. con la Washington Avenue en South Miami Beach. Petrificada en el concreto, justo en la esquina y sobre la acera vi la palabra Cuba. En esta ciudad algunas aceras lucen un rojo desvaído, raro color, se me antojan medio desteñidas por la inclemencia del sol.
Alguien enchufó para siempre el nombre de un país dentro de otro mientras el concreto fraguaba, como si en vez de tatuarlo lo introdujera en el torrente sanguíneo de la ciudad. La acera, cual arteria, parece conectar una pequeña isla con otra mucho más grande, y a su vez con los cuerpos que la recorren en ambos territorios o con los imaginarios o con los sueños y las derrotas. Una conexión posible al menos en el espacio mental.
Di con la palabra Cuba justo el día en el que cumplí un mes en Estados Unidos. Puede que no sea una señal, pero devino la mejor manera de entender o de explicarme y fijar tiempo después el significado en clave contenido en una serie que vi en La Habana y traje conmigo para socializarla, Las noches de Tefía (Buendía Estudios y Atresmedia, 2023), creada y dirigida por Miguel del Arco.
Narrada en dos planos temporales e inspirada en la novela de Miguel Sosa Machín Viaje al centro de la infamia, la serie pone en contexto los rigores a los que fueron sometidos los hombres confinados en la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía (isla Fuenteventura, España) entre 1954 y 1966. La modificación de la Ley de Vagos y Maleantes en 1954 le permitió al régimen franquista encerrar junto a presos comunes y políticos a homosexuales y a personas no heterosexuales en campos de trabajo forzado.
Vi casi de corrido Las noches de Tefía como si se tratara de una miniserie de seis capítulos sobre las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Quizá exagero. Cada cual administra y carga como puede sus delirios y obsesiones.
No podía sino pensar en la breve e intensa novela de Reinaldo Arenas Arturo, la estrella más brillante: «de pronto, reconoció espantado que no había escapatorias, que todos sus esfuerzos habían sido inútiles, y que allí estaban las cosas, agresivas, fijas, intolerables, pero reales, allí estaba el tiempo, su tiempo, su generación ofendida y estupidizada, las literas molestísimas y él sobre una de ellas, y dentro de poco la voz gritona que le ordenaría incorporarse, integrarse a un terror que ahora, al saberlo definitivo, insuperable, resultaba desde luego aún más espantoso».
Pero no se trataba de las UMAP, sino de una colonia agrícola penitenciaria en otra geografía, aunque en un período de tiempo cercano, de métodos de vigilancia, control y castigo similares y con el propósito de conseguir masculinidades de tipo marcial o masculinidades digamos fabriles o trabajadoras. ¿Para qué torcer la lengua? ¿Para qué «rocambolizar» y no escribir sencillamente Hombre Nuevo?
Pienso en Gastón Baquero y en su poema Palabras escritas en la arena por un inocente. Pienso en la rotunda primera estrofa y digo para mí «Yo no sé escribir y soy un inocente. / Nunca he sabido para qué sirve la escritura / y soy un inocente». Tras releer el poema por segunda vez repito los primeros versos con la muda voz del pensamiento, pero confinándolos entre signos de interrogación.
En la laptop, la serie transcurría alternando las escenas a color utilizadas para narrar el presente con la trama del pasado filmada en blanco y negro. Debo consignar que en un inicio la estrategia narrativa me sedujo poco y ver a Jorge Perugorría me alarmó. Temí ante la posibilidad de tener en la pantalla nuevamente a Cuba cual suerte de parque temático o puro color local en el que la intención de narrar las gradaciones de la pobreza, la desesperación y los eslabones de hierro de la política suelen terminar en un cándido relato distante de la realidad.
Eran pura escoria quienes picaban piedras en un erial rodeado por un mar bravo y gris bajo un sol intolerable que todo lo calcinaba. Pura escoria para el régimen franquista o lacras sociales si la escena hubiera acontecido en la década cubana de los sesenta, con un infinito cañaveral frente a los confinados cuyo destino era la zafra en la antigua provincia Camagüey, fértil desierto, archipiélago de campamentos agrícolas rodeados por alambradas de púas y guardias armados bajo el mando de hierro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Interpretado por Javier Ruesga, en el erial de la isla Fuenteventura el personaje apodado La Sissy, medio asolada su cabeza por el sol, confunde la realidad que la rodea con la realidad de su delirio. Toma una rama y da pasos de baile con la musiquita reverberante en su cabeza y sonríe y trastabilla ante el resto de los confinados y la soldadesca. Parece no haber afrenta mayor que ser abiertamente gay frente a los guardias en un campo de trabajo forzado, los militares al servicio del caudillo Franco y del comandante Fidel; una colonia agrícola penitenciaria y una unidad militar de ayuda a la producción son el testimonio.
En la inmunda barraca y tras la pateadura a La Sissy, el confinado al que llaman La Vespa (Patrick Criado) le dice a Charli (Miquel Fernández) «cuéntale una historia a la niña, para que se relaje». Hay otros confinados alrededor, pura escoria, pura lacra, sucios, hambreados, saeteados por el cansancio, los sujetos enviados a la colonia agrícola por su «conducta sexual dudosa». Entonces se produce el milagro, la serie arr