Una semana después, todavía la calle frente a nuestro edificio está inundada. Una semana. No uno, ni dos, ni tres días, sino siete.
Siete días sin elevador. Siete días sin agua en las tuberías. Siete días bañándonos y descargando el baño con “pepinos” de agua comprados en una tienda de la zona. Y mojándonos los pies, y hasta un poco más, para poder comprarlos.
No es tanto tiempo, después de todo. O en realidad es mucho, demasiado, si pienso que estoy en Dubái, la fastuosa metrópolis de los Emiratos Árabes Unidos, la ciudad con el rascacielos y el mall más grande del mundo, donde hay de todo o casi todo. De todo o casi todo, menos un buen sistema de drenaje y alcantarillado para una ciudad más de 3,6 millones de habitantes.
Una semana atrás, las imágenes de las inundaciones en Dubái le dieron la vuelta al planeta. Se hicieron virales incluso en medio de las bombas en Ucrania y en Palestina, y de los ataques y bravuconerías cruzadas entre Irán e Israel.
No era para menos. En un día inundó la ciudad más lluvia de la que suele caer en todo un año y se rompieron los registros históricos de más de siete décadas.
Y no fue solo lluvia: también hubo vientos fuertes, tormentas, relámpagos, granizo.
Diluvio en Dubái: grandes inundaciones en la megalópolis árabe por lluvias “históricas”
Las precipitaciones, aunque anunciadas por los meteorólogos y las aplicaciones informáticas, sobrepasaron todo lo conocido e imaginado por estos lares. Las carreteras y calles se anegaron en poco tiempo, muchos autos quedaron sumergidos o atrapados por las aguas, cientos de personas se vieron varadas en las colapsadas estaciones del metro. Y el metro, lógicamente, dejó de funcionar.
En el segundo aeropuerto más transitado del mundo y el que más viajeros internacionales recibe, los aviones parecían chapotear dentro de una enorme piscina. Las operaciones aéreas tuvieron que ser detenidas y reanudadas luego a discreción, y miles de vuelos fueron cancelados en los siguientes días.
Edificios y vecindarios quedaron sin corriente. También hubo daños estructurales. Las sirenas, que raramente se escuchan en Dubái, sonaban a cada hora. La policía y equipos de salvamento tuvieron el trabajo que nunca imaginaron hacer. Entre sus rescates estuvo incluso el de un asustado gato y su video, como era previsible, se volvió viral.
El gobierno, tan sorprendido como los ciudadanos —más del 90 % de las cuales son inmigrantes—, pidió a la gente no salir de las casas e impuso el trabajo y las clases remotas. Pero, ya sin lluvia, la gente empezó a salir, a buscar agua y comida, a volver a sus autos abandonados, a comprobar las dimensiones del desastre.
No me hizo falta, ni tampoco pude, ir muy lejos para verlo con mis propios ojos. Me bastó asomarme al balcón de mi noveno piso en el barrio de Al Barsha. O décimo, si cuento el parqueo, un nivel por encima del vestíbulo —convenientemente elevado cerca de medio metro sobre la acera— y dos del sótano totalmente inundado.
Desde allí, un día después del diluvio, fue sencillo observar el impactante panorama: las aceras sobrepasadas, las calles convertidas en estanques, los automóviles vencidos por el torrente, las personas moviéndose por la inundación lo mejor que podían, cruzando la calle con el agua por las rodillas, luchando por no perder el equilibrio o las chancletas, auxiliándose unas a otras, cargando cualquier cosa.
Era como mirar desde un balcón en Dubái una película de Filipinas luego de un tifón. O de la India tras las lluvias monzónicas. O de Cuba, después de un huracán. Incluso, con filipinos, indios y cubanos —junto a más gente de medio mundo— caminando por allá abajo. Solo que no era una película y yo estaba, estoy, en Dubái.
En Dubái, la urbe de majestuosos rascacielos rodeados por un tórrido desierto, donde se supone que apenas llueve y la arena ensucia las nubes.
En Dubái, la ciudad construida para maravillar a los hombres y que en apenas 24 horas entró en shock por un capricho de la naturaleza. O, en verdad, por una advertencia.
***
Dos días después de las lluvias, tuvimos que salir. No nos quedó alternativa.
Mi esposa y yo estiramos al máximo las reservas de agua y de comida pensando, ilusos, que las aguas bajarían de un momento a otro. Que de un momento a otro, el agua, límpida, correría por las tuberías del edificio en que nos hospedamos. Pero nada.
Dos días después la calle frente a nuestro edificio estaba idéntica a la que, 48 horas atrás, recibió la última gota de lluvia. O no idéntica: el agua estaba más oscura, más turbia, aunque igual de profunda. A