Todavía hay en mi casa una lata con betún carmelita. A mí papá nunca le gustó mucho usar tenis, él prefería zapatos “de salir”. Aquellos mocasines hicieron un trillo entre mi casa, el zapatero y el limpiabotas del barrio. Se rompían y él los volvía a llevar para repararlos y de ahí para su socio, que los lustraba y los dejaba como nuevos. Cuando no tenía dinero, los limpiaba él mismo con un cepillo negro y el betún carmelita.
Aunque sabía limpiarlos bien, le encantaba ir al limpiabotas porque el señor le contaba las historias de su infancia, de cuando jugaba en las calles de San Pedrito y de cuando se enamoró de una mulata en Vista Hermosa. Por ella aprendió a tocar la corneta china en la Conga de Los Hoyos y así fue como la conquistó.
Mi papá me contaba que aquel señor vivía entre la efervescencia de la conga con media ciudad de Santiago de Cuba arrollando detrás y el sosiego de su banquito de limpiabotas. El equilibrio perfecto, decía, y aseguraba que nunca iba a dejar de lustrar zapatos, porque era la mejor herencia que le había dejado su difunto padre.
Los zapatos son más que una prenda de vestir, ellos nos soportan, cuidan nuestros pies, nos acompañan y, en buena medida, nos definen. Hay quien se fija primero en los zapatos e intenta realizar un perfil psicológico a partir de ellos. En los zapatos está nuestra conexión con la tierra.
Las historias de zapatos son innumerables. Hay alrededor del calzado un universo de refranes y fábulas. Los zapateros son protagonistas de muchos cuentos infantiles y leyendas; sin embargo, poco se habla de los limpiabotas.
Pelé hizo el Gol de los Cuatro Sombreros con el Santos contra la Juventus cuando tenía 19 años, ganó tres Copas del Mundo y es el mejor de todos los tiempos para media humanidad. James Brown es el padrino del soul, tiene una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood y revolucionó el mundo de la música y la danza en el siglo XX. Ozzy Osbourne, el Príncipe de las Tinieblas, también tiene una estrella en el Paseo de la Fama y es el Padrino del heavy metal. Ellos, desde latitudes y contextos diferentes, fueron limpiabotas en algún momento de sus vidas.
Yo no había nacido cuando Malcolm X lustró los zapatos de Duke Ellington en un salón de baile. Nunca he abrazado a Lula, que pasó de limpiabotas a presidente. Pero sí conozco y quiero a Gerardo Fulleda León, quien se ganó la vida como limpiabotas a principios de la década del 50.
En la calle 21 de El Vedado lustraba zapatos y leía ávidamente las revistas que vendían en el puesto de al lado. Así fue agrandándose su pasión por las letras y en especial por la dramaturgia.
Él dice que el triunfo de la Revolución lo sorprendió “embarrado de tinta y betún, con unos deseos inmensos de estudiar”, pero no podía dejar de trabajar para ir a la escuela, porque no tendría qué comer. Parte de esa realidad dura la relata en su obra de teatro Betún.
Fulleda, como lo conocemos todos, es hoy Premio Nacional de Teatro, con obras estrenadas y publicadas en diferentes países y uno de los dramaturgos más importantes de la historia del teatro cubano. Y e