La Catedral de La Habana, en la noche. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate/ Archivo.
En el informe que el procurador general de La Habana dirige al Cabildo, el 24 de octubre de 1704, se opone a la petición de los jesuitas de construir su iglesia en lo que andando el tiempo sería la Plaza de la Catedral, y que entonces se llamaba Plaza de la Ciénaga.
Afirmaba el procurador en su informe que la ciudad no contaba con otra plaza que sirviera para el esparcimiento de los vecinos, ya que la de Armas estaba enajenada al pueblo por el ejército. En cambio, la de la Ciénaga servía para fiestas y sus ensayos, actos festivos y militares, y hasta podía utilizarse como mercado. Aducía, asimismo, que, como la ciudad disponía de muy pocas marinas, esa prestaba o podía prestar un gran servicio a la Armada para coser velas, trenzar jarcias y abastecer sus pipas.
Pese a la disposición del rey y los acuerdos del Cabildo –la ley se respeta, pero no se cumple–, se levantó un plano de la plazuela y se mercedaron algunos de sus terrenos aledaños que no perjudicaban el trazado de la plaza.
Ya para entonces el obispo habanero Diego Avelino de Compostela había adquirido por 10 000 pesos el terreno donde se erigiría una misión y colegio de los padres jesuitas (donde hoy está la Catedral). Edificarían allí un humilde oratorio de horcones y techo de guano y hojas de palma. Entonces solo se levantaban en la zona chozas de pescadores.
Muerto Compostela, su protector, quisieron los jesuitas convertir aquella pobre ermita en un edificio amplio y bien plantado que albergase iglesia, convento y colegio. Volvió a oponérseles el procurador de la ciudad. A los viejos argumentos añadió, quizás con razón, que la zona era conveniente y acaso imprescindible para la defensa de La Habana.
Ganaron los jesuitas la partida y, no sin otros obstáculos, consiguieron en 1748 colocar la primera piedra de su edificio, que pondrían bajo la advocación de Nuestra Señora del Loreto, y se llamaría Santa Casa Lauretana. En 1767, terminaron de construir el colegio, no la iglesia ni el convento, pero en ese año Carlos III los expulsó de sus dominios y confiscó sus propiedades. Las obras constructivas, sin embargo,