A Napoléon le faltaba un año bisiesto, siete meses y dieciséis días para morirse en su cautiverio ominoso cuando conoció al doctor François (Francisco) Antommarchi. El facultativo —de 30 años y nacido en Córcega como él— se había forjado tan brillante reputación desde su egreso de la Universidad Imperial de Florencia, en 1812, que resultó el elegido por el cardenal Fesh y la familia Bonaparte para atender a su príncipe caído en desgracia después de Waterloo.
El 19 de septiembre de 1819 desembarcó el joven médico en Santa Elena, la isla que al sentimiento de los ojos proscritos parecía una verruga sobre el mar, distante dos mil kilómetros de tierra firme, como para que no pudieran escapar ni los pensamientos. Se dice que Napoleón no lo recibió de buena gana, pero con la baraja del tiempo y ademanes persuasivos, el galeno acabó ganando la atención del vanidoso paciente, al punto que fueron amigos y confidentes.
Antommarchi atendió su dieta, en la que abundaban el arroz a la milanesa y los pasteles. No podían faltar las copitas de vino tinto Burdeos, saboreado con fruición mientras el megalómano emperador, en el cinematógrafo poderoso de su mente, veía hombres cayendo como moscas por el rugido de sus cañones temibles, escuadrones de caballería segando las cabezas de bravos infantes, y regimientos enteros moribundos desfilando bajo el bicornio augusto para gritar “vivas” al supremo redentor del pueblo y verdugo. En aquellas alocuciones recapitulaba hazañas y hasta las más increíbles bagatelas.
Preocupado por la ociosidad tras esa agitada vida en campaña, Antommarchi le sugirió hacer alguna actividad física, como la jardinería. Así, quien sembró la muerte en los campos de Europa terminó cultivando rosales, melocotoneros, naranjos. Mas, víctima de un cáncer de estómago —aunque persiste la teoría de que fue envenenado por el arsénico que un agente inglés agregaría a los alimentos—, de manera irremediable la salud de Napoleón fue menguando ante la mirada compasiva de su cohorte de asistentes y carceleros. “¡Agua… Luz!”, balbuceó en su terminal esfuerzo. Delirando, retorciéndose de dolor y escalofríos, expiró el 5 de mayo de 1821 en una cabaña húmeda e infestada de ratas en la hacienda Longwood.
A pesar de ser un “pequeño” hombre muerto hace 200 años, la grandeza de Napoléon no pierde vigencia. Todavía su sombra gloriosa y funesta cabalga sobre la humanidad contemporánea que lo estudia, censura o idolatra. Desde artículos, libros, cátedras napoleónicas hasta filmes como el biopic de moda —un órdago de Apple calculado en 200 millones de dólares y dirigido por Ridley Scott—, revelan ese incansable tejer y destejer de su manto, infinitamente perceptible en el curso del mundo como el de Alejandro, Hitler, Marx, Lenin… Los personajes magnos siempre son señuelos para el alma colectiva. El tema, con todo, está lejos de agotarse.
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Cualquier otro se hubiera agotado por lo abrumador de la burocracia, desconcertado frente al laberinto serpenteante de dudas o rendido bajo la arena del reloj. Cualquiera, menos el doctor Antonio Cobo Abreu, tan habituado al imperio espantable de la muerte y a escuchar el silencio de las cosas. Por eso, hacia el mes de abril de 1994 asumió el proyecto de investigación que, patrocinado por la Casa Cultural del Caribe, tenía como objetivo confirmar la presencia en Santiago de Cuba de los restos del último médico de Napoleón.
En ese afán puso todo su compromiso, cerebro y corazón. Asumió los riesgos. Apenas tres meses le separaban de la tradicional Fiesta del Fuego, por lo que debía trabajar con celeridad y precisión. El primer paso fue empezar, como un caso policial, por el principio; siguiendo la pista a Antommarchi desde su muerte hasta el enigmático destino de sus despojos. Para ello se sumergió en bibliotecas y archivos donde su dedo índice iba devorando listados de nombres y fechas, cartas en sepia, artículos de prensa, las Crónicas de Bacardí y relatos de viajeros que describían la época. Asimismo, debió afrontar embarazosas gestiones para conseguir las aprobaciones de rigor y el apoyo de autoridades de Patrimonio y Gobierno.
Treinta años después, con la sabiduría de una vasta carrera dedicada a la ciencia forense y con una intacta pasión por la historia de su tierra natal, reconstruye en diálogo exclusivo con OnCuba las insólitas peripecias que lo condujeron a interesantes descubrimientos.
“El intelectual e investigador Joel James Figarola, entonces director de la Casa Cultural del Caribe, me citó en su oficina para compartirme la idea de divulgar la impronta del doctor François Carlo Antommarchi Mathey en la ciudad, con vistas al Festival del Caribe que en esa edición estaría dedicado a los países francófonos. Joel —de luz larga— quería que lo ayudara a encontrar e identificar los restos óseos que se suponían inhumados en el cementerio de Santa Ifigenia. Como colofón del homenaje, se develaría una placa conmemorativa con la asistencia del embajador de Francia”.
Donde el mortal común y corriente ve el cuño abstruso de la muerte, el doctor Antonio Cobo encuentra la punta del ovillo para urdir una historia extraordinaria. Este médico santiaguero, actualmente de 76 años y radicado en Santiago de los Caballeros, República Dominicana, ha desentrañado las intrigas de casos criminales, conflictos legales; escudriñado patologías y conocido los misterios del cuerpo humano sin vida. Su afición por las Ciencias Sociales lo llevó a participar en investigaciones arqueológicas en asentamientos aborígenes, en antiguos cafetales y en exhumaciones de personajes insignes como la del expresidente dominicano Francisco Henríquez y Carvajal.
El momento decisivo había llegado. Con la ubicación y los permisos debidos en mano para la apertura de la bóveda, tras franquear el pórtico del camposanto, el doctor Cobo giró sus pasos hacia las primeras sepulturas de la derecha y se detuvo frente al regio conjunto de mármol blanco que indicaba la última morada de los Marqueses de las Delicias de Tempú, propiedad de la familia Portuondo. Lo recibió un epigrama lapidario: CLAUSURADO A PERPETUIDAD.
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En la proa de la goleta, oteando el horizonte de su destino, Antommarchi quiere pensar que la brisa cargada de salitre le acaricia la frente, como un mensaje de bienvenida a La Habana. Casi cincuentón, con una fauna de tormentos en la cabeza, arriba a Cuba deseando hallar hospitalidad, benevolencia y justicia, emociones que durante años ha perseguido en vano. Trae un equipaje repleto de trajes finos, tratados de medicina e instrumental quirúrgico; pero lo más valioso al interior del pesado baúl son varias reliquias de su extinta majestad: un mechón de pelo, una muela, un fragmento de la mortaja y el molde de una mascarilla mortuoria.
(Vale un paréntesis: el asunto particular de las mascarillas ha sido objeto de controversias y tiene cierto halo místico que amerita contarse en otra oportunidad. Lo consabido es que sería fundida en bronce y derivaría en un número impreciso de copias subastadas por el mundo. Un espléndido “negocio” que se le achacó al “buen doctor”. Para algunos, siendo corso al fin, Antommarchi no era una perla. En Cuba, hasta donde sabemos: una destaca en la