Por Emilia Paz y Miño
“Cuando vine acá por primera vez me dio tristeza. Todo era acequias artificiales construidas por los dueños de la hacienda. Servían para escurrir todita el agua, y así poder tener a sus ovejas y vacas. Era una pena no ver un venado o un cóndor”, recuerda Manuel Simba. Mientras nos guía por un sendero en la Reserva Hídrica Antisana, cuenta cómo el paisaje en esta zona ha cambiado en la última década. “Es un orgullo ahora poder ver venados, curiquingues, bandurrias, cóndores e inclusive lobitos recorriendo el páramo”, dice.
Simba tiene 58 años, el cabello cano y una mirada profunda debajo de unas pobladas cejas. Desde 2015 su trabajo es proteger los páramos, específicamente el del Antisana, entre la provincia de Pichincha y Napo, a unos 100 kilómetros de Quito, la capital de Ecuador. Dice que su amor por la naturaleza surgió en su niñez.
“A mi difunto padre [agricultor] le gustaba conservar sus tierras, no le gustaba erosionarlas. Yo aprendí de sus enseñanzas”.
Ahora, al contar cómo este páramo se está recuperando, sonríe y sus ojos se achinan, infla el pecho debajo de su impermeable chompa azul, y dice que hasta vieron osos y pumas a través de las cámaras trampa.
Hace no tanto, dice Simba, cruzarse con estas especies era casi imposible a pesar de que la Reserva Ecológica Antisana es una de las zonas calientes de biodiversidad más importantes del país. Este espacio es el hábitat de 418 especies de aves, 73 mamíferos y 61 anfibios y reptiles, según el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP).
Pero la falta de protección y el abandono de fauna introducida hizo que, por al menos 10 años, algunos de estos animales se desplazaran y dejaran su hábitat.
“El lado occidental [del volcán Antisana] ha sido uno de los páramos más destruidos del Ecuador”, dice Robert Hofstede, biólogo holandés con PhD en ecología de páramos. Por muchísimos años, a lo largo del siglo XX, en el Antisana hubo crianza de ganado. En 2019, el periodista Cristian Corral escribió que en 1977, José Delgado compró “la gran hacienda” llamada Pinantura que albergaba a la reserva actual. En la hacienda de Delgado habrían existido cerca de 20 mil cabezas de ganado.
Pero más de 40 años después, entre 2020 y 2021, las últimas vacas que vivían en este páramo fueron desalojadas. La medida fue parte de un plan de conservación del suelo y las fuentes de agua. Susana Escandón, coordinadora del Programa Áreas de Conservación Hídrica Sostenible del Fondo de Protección del Agua (FONAG), dice que luego de que se retiró el ganado y comenzaron planes de recuperación, la vegetación empezó lentamente a aparecer.
Por siglos, explica Escandón, el páramo albergó a miles de vacas, caballos y ovejas que ejercían una gran presión con sus pezuñas compactando el ecosistema, lo que provocó la erosión del suelo. Además de la erosión, el ganado fue consumiendo la vegetación del páramo. También desplazó a los animales silvestres.
Las especies introducidas casi acaban con este frágil ecosistema.
El páramo está compuesto por musgos, pajonales y vegetación que simula unas esponjas. Al caminar sobre ellas se hunden y luego vuelven a inflarse lentamente. Los páramos también almacenan una gran cantidad de carbono. Y son importantes fuentes de agua: el reservorio del páramo del Antisana, por ejemplo, abastece de agua a una cuarta parte de la población quiteña. Es decir, a alrededor de 650 mil habitantes, según el Ministerio del Ambiente.
Que la vegetación del páramo esté saludable es clave para lograr el equilibrio ecosistémico, es decir, armonía y estabilidad entre los seres vivos y el lugar donde viven. En la vegetación interactúan microorganismos, insectos, anfibios, animales pequeños como roedores, medianos como venados de cola blanca, lobos de páramo y tapires. También conviven animales grandes como el puma y osos de anteojos, y animales carroñeros como el cóndor, el halcón o el curiquingue.
Todos son necesarios para mantener el equilibrio. Pero cada vez que el humano introduce animales domésticos hay problemas. Se altera la red trófica, un espacio donde las especies se interrelacionan a través del agua y bajo la luz solar.
Si uno de estos espacios es alterado, hay desbalances. Se crea una cadena de acción y reacción. Si la vegetación desaparece, desaparecen los animales pequeños, luego los medianos y así sucesivamente.
La alteración que causó el humano en el páramo del Antisana no llegó a extinguir todo. Pero sí generó nuevas dinámicas entre los animales introducidos y los silvestres.
Como los animales introducidos llevaban más de 100 años en el páramo, las especies silvestres se acostumbraron a su presencia. Incluso los depredadores silvestres se alimentaban de los introducidos. Susana Escandón, del FONAG, explica que antes de extraer el ganado temían el impacto; se preguntaron si los depredadores y carroñeros se acostumbrarían nuevamente a comer animales silvestres, o si buscarían entrar a las áreas de las comunidades en busca del ganado.
Los técnicos del proyecto implementado de forma fuerte entre 2020 y 2021 también temían que depredadores como el puma o el lobo y carroñeros como el cóndor no volvieran a comer venado o conejos, su dieta original.
Pero esto no sucedió. Entre esos años los venados, zorros, osos, pumas y cóndores empezaron poco a poco a regresar.
Estos animales no solo han sido retratados por los turistas que se alegran de estar cerca. Cuando el Antisana y Cotopaxi, ambas áreas protegidas, cierran sus puertas a los visitantes, los animales aprovechan para pasear. Fundaciones como Cóndor Andino han colocado cámaras trampa donde se puede ver pumas, tapires, conejos, venados macho y otros animales que visitan los páramos de estos dos volcanes. Fabricio Narváez, director ejecutivo de la Fundación Cóndor Andino, dice que en los monitoreos sistemáticos de las cámaras trampa han logrado identificar hasta 17 especies que recorren los páramos.
Quitar el ganado no fue el único esfuerzo para que los animales silvestres regresaran. El aumento del control de cacería, a cargo de los guardapáramos