I
Aunque vivía relativamente cerca, mi primer recuerdo del ICAIC proviene de mi adolescencia y corresponde a una apreciación, digamos, tangencial del arte cinematográfico: un conocido de mi año en la vocacional Lenin me reveló que, con tozudez de arqueólogo, excavaba con regularidad en los latones de basura del céntrico edificio para agenciarse fragmentos de película de 35 mm. «Se ven cuadritos de películas que uno conoce, y, si tienes suerte —añadía bajando la voz—, encuentras los trozos que cortan, trozos con mujeres encueras».
Técnicamente, nunca he trabajado en el ICAIC, aunque algunas veces he trabajado para él; así, no tengo el mismo sentido de pertenencia de los fundadores y los veteranos. Sin embargo, recuerdo muy bien esa sensación de acceder a un sitio diferente, a un sitio en que se trabajaba en serio, que tuve al entrar por primera vez al edificio allá por 1987. Para empezar, los carteles que empapelan el lobby hablan de memoria atesorada, jalonan su recorrido desde aquel remoto 24 de marzo de 1959 mejor que un montón de trofeos apiñados en una repisa, pues no evocan tanto aplausos y resultados en taquilla como el lado invisible, cotidiano, de la industria. Allí están el póster de una pieza de Kurosawa al lado de otro que nos propone un documental de Enrique Colina, Chaplin junto a Wajda, Ettore Scola no lejos de Glauber Rocha; allí se codean el filme de culto con el comercial, lo sonoro con lo silente, el universo y el patio, en los inconfundibles diseños de Muñoz Bachs, Azcuy, Reboiro, Ñiko, Rostgaard… Ese lobby trae a tu memoria una película de Truffaut que viste en la Rampa y lo que sentiste la primera vez que Por primera vez te saltó encima.
La mayoría de mis cortometrajes han sido realizados de manera independiente, pero alguna vez filmé (y utilicé elementos prestados por el almacén) en los estudios del ICAIC en Cubanacán, y en una ocasión en la entrada misma del edificio en 23 y 12. También la institución me facili