Dos de los más emblemáticos parques de La Habana no viven precisamente sus mejores tiempos.
El vandalismo y la desidia, la indisciplina y la indolencia, lastran día tras día al histórico Parque de la Fraternidad y al no menos notable Parque Central. Golpean su bien ganado orgullo.
No es la primera vez que sucede, hay que decirlo. Tampoco son, ni por asomo, los únicos parques habaneros y de todo el país con tales heridas.
Pero los tiempos de crisis que vive —nuevamente— Cuba, parecen sobarse con ellos. Cada vez son menos hermosas y acogedoras sus estampas cotidianas.
Bancos y cercas, fuentes y farolas, senderos y jardines, son víctimas de robos y maltratos que cuestan tanto más por el simbolismo que encierran. No es solo lo material lo que se pierde y sufre, sino también su espíritu, sus valores intangibles, su historia.
Lo mismo puede decirse de otras tristezas y dolores. De basura arrojada por doquier; de personas, arrastrando su pobreza, que dormitan en los bancos o el césped; de gente que satisface sus necesidades allí, incluso a plena luz del día; de la fetidez que castiga a quienes pasean o esperan algún transporte.
Cada robo, cada rotura, cada suciedad, es una lamentable herida en sus añejas y patrimoniales anatomías. Y también para toda la ciudad.
Es una herida para Cuba y los cubanos, aunque a muchos no les importe ni les duela. Aunque sean muchos los culpables de su progresivo deterioro.
Claro que también hay cubanos que cuidan, que limpian y se preocupan, pero a veces parece que pueden menos que los indolentes y los vándalos. Y menos que la desidia sostenida de quienes deberían ser los encargados de que esto no ocurra.
El esfuerzo de los cuidadores, jardineros, barrenderos que aún hacen los suyo, noble