La Habana es una ciudad abierta, febril, bulliciosa; una urbe extrovertida y sensual que vuelca impúdica en sus calles no pocas intimidades y frustraciones, alegrías y penurias.
Sin embargo, la capital cubana es, al mismo tiempo, un ciudad con sus límites e introversiones, con sus temores y cautelas. Una ciudad enrejada.
Las rejas de La Habana han sido, desde hace mucho, desde sus primeros años, artificio y ornamento. Pero también utilidad y protección.
Rejas soberbias, exquisitas, hermosas, obra de experimentados maestros que adornan y protegen desde hace décadas, o siglos, ventanas y puertas, corredores y balcones, palacetes y casas vecinales, antiguas fortalezas y jardines.
Verjas de hierro de ilustres edificios, conservados o venidos a menos, y también cubiertas con balaustres de madera en añejas ventanas señoriales.
A la par, con el tiempo, nuevas generaciones de rejas le han nacido a la ciudad. No exhiben el lujo de antaño y anteponen el uso a la belleza, aunque algunas no renuncien a un perfil estético.
Rejas pragmáticas, de cuentas claras y contingencias. Rejas de crisis, para salvaguardar los bienes interiores más que para lucir de puertas hacia afuera.
Así conviven hoy unas y otras: sencillas y lujosas, sólidas y endebles, conservadas y derruidas, lidiando con el óxido y la precariedad o arropadas por la mejor fortuna de sus propietarios.
A esa Habana enrejada nos acerca este domingo con su lente nuestro fotorreportero Otmaro Rodríguez. El de hoy, por l