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Burbujas en alquiler: la odisea de la renta en Cuba

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«OJO: —abre sin guiño el anuncio— la renta es compartida con el dueño de la casa». Es un detalle que Yusimí no pasa por alto, pero la oferta de un cuarto en 8 000 pesos por tiempo indefinido le amortigua cualquier desazón, vaya, le suena a ganga; es lo más asequible a su monedero proletario que ha podido rastrear entre el maremágnum de clasificados. ¿Quién en su sano juicio cometería la locura de meterse en casa… o, mejor dicho, pagaría por vivir con un perfecto desconocido, para compartir baño, cocina, humo de cigarros, manías recónditas…?

«Qué se le va a hacer», digiere tras semanas gastando megas en Revolico, zapateando baches, haciendo palomitas a carteles de Se alquila. Tiene 72 horas para salir de donde ha estado rentada los últimos tres meses. De la noche al día le subieron por enésima vez el precio y ya no le alcanza ni para el pan nuestro de cada mes. Necesita techo. Sí o sí. «Además, está súper céntrico, en Centro Habana», se anima la guantanamera, con el núbil regodeo de quien ha conquistado el corazón de la ciudad prometida; si bien por lo cirrótico del paisaje, más que corazón, parece hígado. Pero por ahora lo cree suficiente. Ya verá con la brega cotidiana.

«Hasta un día. Hasta un día le va durar esa gracia, déjalo que siga, asere», machaca Roger en su cabeza, guardándose el celular en el bolsillo del overol. Alterada, la esposa interrumpió su quehacer laboral para contarle que el yerno del difunto dueño se había aparecido otra vez sin previo aviso, había abierto la puerta casi sin tocar y había entrado a lo Pedro por su casa, para mayor entuerto, cuando ella estaba en el baño. Al notar la inesperada presencia de la mujer el casero —¿o cazador?— se sacó un pretexto, justificando que necesitaba recoger unas cosas del fallecido. «Para mí que este tipo viene cuando no estamos, a ver si le hemos roto algo», enchuchó ella al marido. Él no deja de cavilar encabronado que el chantaje emocional va de castaño a oscuro y «tocará resolver a lo macho».

También preocupada está la doctora K., santiaguera que aún no consigue un lugar conforme para instalarse con su pareja y su niña pequeña: «No estoy en contra de pagar, sé que las cosas valen dinero, pero no puedo ir al ritmo de los precios que está imponiendo la oferta-demanda. Te llevan a paso de conga. Entiendo que hay inflación sin control, que es la ley de la selva, pero no hay manera de que con mi salario mensual pueda pagar los 15 000 pesos que me piden por un alquiler en Vista Alegre. Es un soberano abuso contra un trabajador, una burla; se aprovechan de la situación ajena. Tristemente en mi caso no tengo casa, ni pronta esperanza de tenerla, y ya que no hay transporte quiero estar cerca del trabajo».

En la permanente incertidumbre también está Yurita, informática que hace un par de años decidió hacer los bultos y subir al tren hacia la capital desde su bohío en Granma, donde vivían apretadamente tres generaciones. Consiguió apartamento en La Lisa, casi llegando a Artemisa, aunque no deja de ser La Poma. Cedido por una amistad, paga el «módico» precio de 7 000 pesos, el salario íntegro de su novio, mientras el suyo de empresa le permite a ambos driblar el mes con mucho trabajo. El apartamento apenas está equipado, le dejaron unos desvencijados muebles de mimbre, una cama en mal estado y un colchón con manchas de dudosa procedencia; el inodoro tarda en tragar y hay otro saco de «detalles». Tampoco se atreven a arreglar nada «porque al final esto no es de nosotros». Realidad aumentada por la propia amiga/anfitriona que no deja de enarcar la ceja cuando flota en el aire, cual globo sonda, la sospecha de una barriga.

¿Maldición gitana?: reglamentos y leyes sobre los alquileres

Son, por desgracia, historias compartidas por muchas personas. Una trama de búsquedas y huidas, de chantajes y asimilaciones, de dependencias y poder; de hacer números con la calculadora del móvil, de capacidades para asumir los cambios de rumbo, de mantener viva o suicidar la esperanza. Tener un alquiler en la Cuba de hoy suele ser calificado de odisea. Sin dudas es un dilema de causas y consecuencias multifactoriales, disyuntiva de infinitas caras.

«El hombre primitivo vivió bajo los árboles y las estrellas… mas, en algún momento halló o improvisó un cobijo», no descubría el agua tibia el arquitecto inglés Sir Banister Fletcher al sellar que, desde la edad de piedra, la evolución de la humanidad ha estado supeditada a la urgencia del refugio. El drama secular del techo. Este ha constituido núcleo en la jerarquía de necesidades psicológicas que dan cuerpo a la pirámide de Maslow o en la premisa marxista —solapada por ciertas hojarascas ideológicas— de que el hombre necesita primero alimentarse, vestirse y tener un techo, para poder hacer política, ciencia, arte… vivir; lo mismo que ha servido de argumento literario a Martí para La Historia del Hombre contada por sus casas o para arraigar, cual maldición gitana, la civilización del nomadismo.

Diversos memorandos internacionales —artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, y artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; un par de ejemplos— promulgan que tener una vivienda adecuada es necesidad humana básica. Esa condición inherente no debe ser concebida solo como mera acción de facilitar cobijo a personas. El concepto universal de vivienda adecuada —término asentado en el artículo 71 de la Constitución cubana, en remplazo del de «vivienda digna» que aparecía en su anteproyecto— es más que eso, es comprender que hombres y mujeres sin distinción de edad, clase o condición deben tener acceso a un hábitat/inmueble donde puedan residir con protección, decoro, paz y ambiente saludable; de modo acorde con su condición física y mental. Ello entraña la seguridad de tenencia o estancia sin la amenaza de quedar repentinamente en la calle por desalojo o expulsión.

Diversos memorandos internacionales promulgan que tener una vivienda adecuada es necesidad humana básica.

La vivienda se ha convertido en un problema social y un factor determinante en cuanto a clase, privilegio o segregación. A diferencia de aquella comunidad primitiva que compartía la cueva, el mundo actual, torcido a la mercantilización, es una enorme residencia en alquiler donde no todos tienen iguales accesos o posibilidades. Un drama que se piensa individual y sin embargo tiene profundas repercusiones colectivas.

Varios países desarrollados han recurrido a los alquileres como una de las vías posibles —mayormente la menos cara— para garantizar un techo. Suiza y Alemania, por ejemplo, tienen más del 58% de sus poblaciones bajo régimen de alquiler. Y en Estados Unidos 43,7 millones de hogares son rentados, el nivel más alto en medio siglo. El negocio está asegurado.

En el caso cubano ha habido una «colección» de leyes, decretos y resoluciones sobre el particular. Estuvo la Ley de Alquileres, publicada en Gaceta de la República en marzo de 1939, luego de casi tres años de debates legislativos y protestas públicas. También conocida como «Ley Palma» (por el representante a la Cámara, Carlos Palma, quien la defend

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