Si dependiera de mí, incluiría en los planes de estudio de los niños tres cursos fundamentales: «Apreciación del humor», «Cultura del debate» y «Control de los deseos de opinar como si se supiera sobre temas de los que no se sabe un carajo». Si tuviéramos personas formadas con un mínimo de preparación en esos apartados, la vida sería mucho más fácil para todo el mundo. Escoja usted un tema y ahí va a tener al que sabe, al que no sabe, y al peor: ese que no sabe que no sabe.
El domingo pasado fui a ver un concierto de la sinfónica. Lo disfruté aún sin saber casi nada. En este tema de la música culta, yo no sé, pero sé que no sé. Me vienen a la cabeza preguntas cómo: Si estos músicos ensayan lo suficiente ¿sigue haciendo falta el director de orquesta? Si un violinista se queda dormido y no toca, ¿los que saben se percatan, aunque no lo vean? El señor que toca los platillos —que los ha tocado dos veces en hora y media— ¿cómo llegó a ese instrumento? ¿Por vocación? ¿Fue un niño que desde la flor de su vida soñó con dar dos toques en hora y media? ¿O alguien muy perseverante a quien iban vetando en todos los instrumentos de caché?
Yo sé que mis preguntas le pueden resultar muy graciosas a los especialistas que dominan las respuestas, e incluso a quien no las sabe y se ha dado cuenta en este momento que él también se las hace. Ahora bien, yo no pongo en duda el virtuosismo de los músicos, ni me creo en mi fuero interno que si me hubiese dedicado a la música, estaría tocando en la orquesta.
Ser comediante es complicado. Pulula el ind