MIAMI, Estados Unidos. – Cuando en 1999 contacté a Gloria Leal para proponerle mi colaboración desde París con El Nuevo Herald no titubeó un instante en abrirme las puertas de la sección de “Galería” (Artes y Letras) que dirigía en aquel entonces. Quiere esto decir que a ella debo el hecho de que, desde hace 25 años, colabore ininterrumpidamente para el que durante mucho tiempo fue el mayor periódico en español de Estados Unidos.
A pesar de que Gloria tenía la responsabilidad de dirigir y asesorar todo lo que se publicaba en cuestiones relacionadas con el ámbito cultural, se tomaba el tiempo necesario para leer cada línea que publicaba con el objetivo de evitar gazapos y erratas que, una vez impresas, no tendrían solución. Aunque su relevo quedó garantizado felizmente con personas que trabajaron directamente con ella, sentimos que, al retirarse en 2012, nos dejaba un poco desamparados.
Desde entonces he seguido al tanto de sus publicaciones literarias y periodísticas y nunca hemos perdido el contacto. Un reciente encuentro en Miami, en casa de la periodista Olga Connor ―en el que también se encontraban otros colaboradores del diario como Sarah Moreno y Daniel Fernández―, fue el punto de partida de esta entrevista que comparto con los lectores pensando en que no siempre conocemos realmente a aquellos que durante años obraron en silencio para que nos mantuviéramos informados.
―¿Puedes contarnos sobre tus orígenes familiares?
―Nací en el barrio habanero de El Vedado, el 1° de octubre de 1942, en el seno de una familia de clase media alta. Mi padre, Silvio Leal Díez-Argüelles, era contador y corredor de bienes raíces. Era hijo de Faustino Leal Iharagaray, nacido en Matanzas en 1865 y de Rosa Díez-Argüelles Armona, habanera. Mi abuelo paterno fue millonario dos veces y las dos veces perdió la fortuna. Fue propietario de ingenios y se casó con mi abuela que también descendía de una familia de propietarios de Cárdenas, en la provincia de Matanzas, con dos hermanos que pelearon en la guerra de independencia. Mi abuela, fallecida en su exilio puertorriqueño, en 1966, me contaba que, tras la independencia de la Isla, cuando Máximo Gómez pasó por Cárdenas, ella se paseó a su lado en su carruaje para la celebración. Cuando yo nací, ambos vivían en El Vedado, en la Avenida Paseo, N° 465, entre 19 y 21.
Por parte de mi madre, Olga Soley Márquez, fallecida en el exilio en Miami, en 2014, mi abuela era Raquel Márquez y su esposo, Enrique Soley, descendiente de catalanes.
―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia en El Vedado?
―Nuestra segunda casa se encontraba en Nuevo Vedado, en la calle La Torre, N° 70, entre 35 y 37. La parte trasera colindaba con el estacionamiento del cine Acapulco. Mi infancia fue muy feliz, sana y agradable. Pertenecíamos al Vedado Tennis Club e íbamos a las playas de Tarará y Varadero en los veranos. Teníamos una familia extensa, de tíos y primos, con los que nos llevábamos muy bien. Todo aquello duró hasta que, cumplidos ya los 13 años de edad, mi padre decidió separarse de mi madre. Recuerdo que aquel suceso conmovió profundamente la vida familiar. Mi madre se encerró en su cuarto durante meses y yo, que de por sí era ya una niña introvertida, después de aquel divorcio ni siquiera hablaba con mis padres. A mi hermana Silvia también le afectó mucho la decisión de mi padre, quien se casó con su secretaria, mucho más joven que él. Recuerdo que no le dirigí la palabra a mi padre hasta 1968, cuando vivía ya exiliado en Puerto Rico.
―¿Dónde cursaste tu escolaridad y cómo fue la enseñanza?
―Toda mi escolaridad, desde preprimaria hasta bachillerato, del que me gradué en 1960, la hice en el Colegio del Sagrado Corazón del Country Club, en un edificio que luego el castrismo transformó en escuela de Medicina. Se decía que era el mejor colegio de niñas de Cuba. Recuerdo que nos llevaba y traía de vuelta a casa un chofer que recogía también por el camino a otras compañeras de clases. Había profesores laicos y 19 monjas. Las monjas que recuerdo son inolvidables: Manuela Valle, que era de Santiago de Cuba, Carmen Comella, Raquel Pérez, Matilde Bolívar, entre las cubanas, aunque también el plantel tenía a puertorriqueñas y españolas. Cuando el gobierno castrista las expulsó de Cuba y nacionalizó el colegio fui al puerto de La Habana para despedirme de ellas y, desde el muelle, verlas partir de la Isla en un barco rumbo a España.
La educación en el Sagrado Corazón, aunque excelente, era muy rígida. Quienes formábamos parte aquella clase y vivimos todavía nos hemos mantenido en contacto en el exilio, nos reunimos todas las semanas, nos ayudamos. El Sagrado Corazón tenía eso: creaba un sentimiento identitario y lazos de amistad para toda la vida.
―¿Cómo viviste los convulsos años que precedieron y siguieron al triunfo de la Revolución de 1959?
―Mi familia no era batistiana ni revolucionaria. Es decir, no le interesaba la política. En casa la única que se entusiasmó con el triunfo revolucionario fui yo, e incluso fui a ver la caravana desfilar por la avenida 26 de Nuevo Vedado, cerca de mi casa. Pero inmediatamente se me quitó aquel entusiasmo pues sucedió que, cuando terminé el bachillerato, quise ingresar en la Uni