LA HABANA, Cuba. – Ya el mismísimo Ignacio Ramonet —“ideólogo de importación” entre los más incondicionales del régimen cubano— la calificó de “horrible”, aunque dicen que por estos días de Feria del Libro anduvo por La Habana pidiendo perdón por su “inoportuno espanto” e intentando demostrar que su “ataque” contra la Torre K no fue ni una encomienda de la CIA ni un guiño a nosotros los “odiadores”. Y es que habiendo logrado espantarse aquellas 100 horas de conversación con Fidel Castro, esta vez su “temple” no fue suficiente para soportar la fealdad de un edificio que muy pocos favores le hace a la ciudad, ni en belleza ni en los recursos que ha tragado para alzarse en medio de la crisis.
Porque no se trata de que las opiniones a favor o en contra de la “intrusión arquitectónica” de la Torre K estén divididas, sino de que solo cuenta entre sus defensores al puñado de mediocres que la aprobaron, concibieron y financiaron mientras que los detractores son cientos de miles de hombres y mujeres que no necesitan de la explicación de ningún “experto” para concluir que el edificio no encaja en el paisaje urbanístico, es más, que ni siquiera armoniza con el próximo hotel Habana Libre (o con el Focsa), en tanto la fachada totalmente plana, nada imaginativa, forrada en cristales, molesta con sus reflejos del sol, peligrosa en tal sentido, hermética y huraña con el entorno —a tono quizás con las cualidades del gremio militar que la administra— es como una nave extraterrestre que aterrizara amenazante sobre nosotros.
Incluso algunos, intelectualizando demasiado la intrusión, han llegado a compararla con aquel monolito que aparece al inicio de la película 2001: una odisea del espacio, ya porque es solo eso, un monolito en medio de un entorno agreste, prehistórico, involucionado que está para significar lo que cada cual quiera atribuirle de bueno o malo pero que sin dudas, al alzarse torpemente por sobre todos los techos de la urbe, pudiera ser un monumento a la prepotencia, una declaración de dominio sobre todos nosotros, unos simios que sobrevivimos entre escombros y huesos de animales muertos.
En fin, una especie de “lo construí ahí y así porque me da la gana”, de modo que se vuelve muy fácil visualizar sus “gigantescas dimensiones” pero sobre todo de grosería inmensa en un país que cada día se torna más grosero.
Pero quienes lo “sufren” no intelectualizan demasiado la