Cuando el personaje interpretado por Damián Alcázar en El infierno (Luis Estrada, 2010) baja del autobús cerca de un caserío indigente en medio del desierto, el espectador capta de inmediato que se trata de una narrativa del regreso. El regreso al pueblo natal está marcado por el viaje simbólico de la modernidad a la barbarie. El personaje es deportado desde Estados Unidos a México luego de 20 años de vida en EE. UU., pero el luto que implica el desajuste existencial desaparece cuando debe enfrentar los nuevos retos que el pueblo le impone. Si bien El Benny subsistió dos décadas de trabajos precarios, discriminación por su estatus migratorio e imposibilidades para alcanzar una justa movilidad social, lo anterior es un paraíso en comparación con el caos, muerte y destrucción que encuentra tras su retorno.
El filme de Luis Estrada vino a mi mente luego de ver el último trabajo de Armando Capó. Si bien se trata de personajes y contextos diferentes, ambos se sitúan desde la perspectiva de un sujeto que regresa para sufrir la dinámica de pueblos y comunidades poco privilegiados. Lógicamente, a ambos directores les interesa explorar los lugares deslocalizados, apartados de la centralidad y de los espacios de movilidad urbana, pero lo que más importa es la forma en que el sitio de enunciación posibilita una crítica de la superestructura política de sus respectivos países.
El regresado es una coproducción de Rosa María Rodríguez (Gato-Rosa Films) y Wajiros Films, aunque también se realizó con el apoyo del Fondo de Fomento para el Cine Cubano —un presupuesto del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (Icaic) y del Ministerio de Cultura—. Desde el título, Capó y su equipo dejan claro que más que la acción de regresar, lo que les interesa es el sujeto que regresa. En efecto, la transformación de la palabra en un participio —regresado— remite a un estado final, a una especie de culminación de un viaje o de una experiencia en curso.
Se refiere a la culminación de los estudios en la escuela de arte de Holguín, desde la cual Armando Pérez Porras, alias Mandy (Julio Hervis) —el protagonista—, regresa a su natal Gibara para ejercer el servicio social. Si bien el filme de Capó no tiene nada que ver con el ambiente de guerra entre cárteles y el Gobierno de Felipe Calderón en México —como sucede en El infierno —, es posible percibir otro tipo de guerra, más silenciosa y menos evidente. En ese sentido, el filme sustituye el agitado panorama de violencia y narcotráfico de aquella por el ambiente macabro de la calma revolucionaria, llena de mediocres agitadores políticos, agentes de la Seguridad del Estado, carteles propagandísticos decadentes y un ambiente de reafirmación ideológica que sume la realidad en el más profundo desasosiego.
Fotograma de «El regresado». Cortesía de Armando Capó.
La Gibara representada en el filme de Capó tampoco se parece al caserío desolado en un espacio fronterizo con Estados Unidos que vemos en El infierno, aunque se llega a captar el abandono de un sitio que antes fue maravilloso. La fotografía de Nicolás Ordóñez enfatiza las glorias visuales de la ciudad, el malecón y el túnel. En contraste con los planos de los viejos caserones coloniales semiderruidos o de las ruinas majestuosas del teatro, la cámara nos presenta relajantes vistas del mar y del cielo despejado y enfatiza el azul intenso de las costas caribeñas. Desde distintos ángulos aparece el espacio mágico en que un árbol solitario luce imponente al final de una formación rocosa, como si el realizador esbozara una reflexión sobre la resistencia de la naturaleza en contextos políticos problemáticos.
El filme está estructurado, además del dilema del regreso, sobre la base del coming of age, un género narrativo que se centra en el crecimiento y desarrollo de un personaje, por lo general desde la adolescencia hasta la adultez. Capó había mostrado interés por este tipo de estructura —lo hizo en Agosto (2019), su primer largometraje de ficción—. Pero a diferencia del adolescente de 14 años de Agosto, en El regresado el personaje es un joven que transita desde la vida estudiantil a la laboral y que muestra su viaje desde la perspectiva ingenua, enajenada e inocente de las universidades cubanas hacia una comprensión más madura de sí mismo y del mundo que le rodea. Mandy enfrenta desafíos que son fundamentales para su desarrollo, como el regreso a la convivencia familiar y a las responsabilidades del trabajo, aunque Capó y su equipo no pierden la oportunidad de sumar otros resortes usuales en las narrativas del coming of age (la desilusión amorosa, la pérdida de un ser querido —su madre— o la búsqueda de una identidad).
Como parte del crecimiento del personaje, las figuras de autoridad tienen una particular relevancia. En el filme, el tutelaje se lo disputan el padre, el director municipal de Cultura y León, un viejo pintor del pueblo venido a menos. Si bien la relación con el padre (Edel Govea) está mediada por la prematura muerte de la madre, hecho que genera tensión y desacuerdos en la convivencia, este le da algunos consejos y también le impone ciertas normas de conducta. Por su parte, Diosdado (Eduardo Martínez), el director de Cultura, representa el tipo de funcionario demagógico que pone el servilismo político por encima de cualquier principio estético. Su relación con Mandy, más que la de un jefe y su subordinado, se enfoca en la construcción de un perfil «revolucionario» —se esfuerza en transformarlo en un individuo sometido, poco imaginativo e incapaz de ejercer una crítica—. Diosdado le ofrece trabajo a Mandy de inmediato en el mundo del arte, pero no para ejercer como pintor, sino como director de la galería municipal. De esta forma, intenta inmovilizar las capacidades artísticas en pos de transformarlo en un funcionario como él.
León (Luis Alberto García) se convierte en el único asidero del protagonista en el mundo de la pintura. Si bien sus consejos son estéticos —el uso de los colores, aprender a cómo pintar la superficie del mar, etcétera —, su imagen de artista no bienvenido en los círculos sociales del pueblo representa un ángulo oscuro para su horizonte profesional. De cierta manera, los personajes simbolizan tres caminos posibles para Mandy. A saber, convertirse en un profesional de perfil bajo e incapaz de cualquier acto de rebeldía —como su padre—, elegir ser un «cuadro» —como Diosdado, y traicionar el sentido de su vocación— o decidirse por el arte y