LA HABANA, Cuba.- No conozco, de tantos libros que hablan sobre la capital cubana de los años 40 y 50, uno como La Habana para un Infante Difunto, de Guillermo Cabrera Infante, premio Cervantes 1997, nacido en Gibara en 1929 y fallecido en Inglaterra el 21 de febrero de 2005.
La Habana para un Infante Difunto comienza con el autor relatando las primeras impresiones del primer sitio en que residió en la capital, una habitación con balcón de una cuartería (falansterio, él la definió) donde el baño era colectivo, en la calle Zulueta 408, en La Habana Vieja.
Refería que en la puerta principal del inmueble un rótulo decía: “Se alquilan habitaciones, algunas con días gratis. Apúrense mientras quedan”.
Un amigo, con quien estudiaba el Bachillerato, bautizó al lugar como “la Casa de las Transfiguraciones”.
Describía Cabrera Infante la fascinación que sintió al subir por vez primera la amplia escalera de mármol, el largo corredor del piso alto, las habitaciones con puertas abiertas, y cortinas de tela para lograr cierta privacidad, además de la impresión que le causó ver el chispear de los cables de los tranvías.
Señala la fecha, 25 de julio de 1941, como el comienzo de su adolescencia.
Siendo un muchacho pueblerino, cuenta con detalles otras emociones que sintió al ver el chispear de los cables de los tranvías; el letrero con luces de neón en color rojo y azul de la “Droguería Sarrá la mayor”, en la esquina del domicilio; el ambiente nocturno y la profusión de otras luces que había por los alrededores del Prado y el Parque Central, el lumínico de la bañista con la trusa Janzen.
Recuerda a un viejo amigo comunista de su padre, Eloy Santos, “El Guagüero”, que era cobrador del pasaje en el ómnibus. De paso, Cabrera Infante nos proporciona una posible etimología de la palabra guagua.
Según el escritor, fue Eloy Santos quien lo llevó al primer cine de la ciudad, el San Francisco, en Lawton, y unos años después, lo inició en la vida sexual al conseguirle una prostituta.
Por la habitación de Zulueta 408 pasaron ot