LA HABANA, Cuba.- Esta mañana, cuando salía de mi edificio, vi en el quicio de una vivienda cercana a un anciano del barrio. Lo conozco solo de vista. Nunca habíamos hablado, si acaso un saludo cuando coincidíamos en la panadería o en la farmacia, hace siglos. El hombre andaba desabrigado, lucía enfermo, un poco sucio. Lo miré atentamente y me di cuenta de que estaba jadeando. Las manos le temblaban. Me devolvió la mirada, pero sin verme en realidad. No sé cómo le salió un hilo de voz y todo lo que dijo fue: “Mijo, en la bodega no hay nada, en mi casa no hay nada”.
Por un momento pensé que deliraba porque era obvio que se sentía mal. Resulta que no había desayunado, no había comido la noche anterior y no recordaba si había almorzado el día anterior. Sé que los viejos en Cuba están soportando privaciones de todo tipo, pero su caso es de los peores que he visto, o yo estaba particularmente sensible. La cuestión es que sus palabras me sonaron como un ruego. Si ese hombre no comía algo enseguida, se me iba a morir delante. No desmayado, muerto.
Volví corriendo a mi casa, agarré un pan, le puse un poco de queso y lo metí en el disco. Le dije a mi esposa que lo vigilara para que no se quemara, y fui tan brusco que me preguntó si había algún problema. Le conté mientras preparaba un poco de leche, y bajé corriendo.
Le ofrecí el vaso al viejito, pero el cuerpo le temblaba tanto que no podía sostenerlo. Acabé sentándome a su lado y dándosela yo mismo, como si se tratara de mi propio padre. Bebió hasta la mitad y pudo, por fin, aguantar el vaso y terminar por sí solo. Yo me sentía abochornado, pero sobre todo empingao. Era una emoción tan fuerte que empecé a sentir que la piel me brincaba, y tuve que ponerme de