La HABANA, Cuba.- A la pelota no le han faltado gordos legendarios. Acá tuvimos a Yosvany Peraza, que sembraba el terror en el infield. A Alejo O’Reilly, un salvaje desde el lado izquierdo del home plate. A Alfredo Despaigne, que en Japón aumentó cinco libras por cada cuadrangular que conectó. Mientras, en Grandes Ligas brilló CC Sabathia con su panza cervecera, y lo hicieron también Cecil y Prince Fielder, e inclusive (me quito el sombrero) Tony Gwynn…
Pero el gordo de mis simpatías siempre ha sido Romelio Martínez.
El jonronero de Bejucal era la fuerza en estado puro. Un poderío sin dependencia de los hierros del gimnasio, con un swing peculiar que rozaba la rodilla con la tierra. Quien lo veía por primera vez se mofaba pensando que el botón de su camisa saltaría por los aires, presionado por tanta barriga apretujada. Un instante después, el batazo del regordete lo hacía aplaudir con entusiasmo.
A Romelio lo valoró mejor la gente que los técnicos. El pueblo se postró a los pies del hombre con más fuerza de la pelota de su tiempo (sí, más que Lázaro Junco y que Orestes Kindelán), pero los supuestos expertos alegaron que 110 kilogramos eran demasiado para un tipo que no llegaba a los seis pies.
Olvidaban, qué