MIAMI, Estados Unidos. – El pasado 24 de diciembre salí temprano al patio de mi casa en Westchester, como suelo hacer cada mañana, y un aroma delicioso de puerco asado que embriagaba la brisa me hizo pensar en compatriotas exiliados, felices, diligentes, preparando sus banquetes de Nochebuena desde la abundancia y la concordia.
A las pocas horas me llamó puntual, desde la casa donde nací en el humilde suburbio habanero de Mantilla, mi tía Cacha, para pasar revista, brevemente, de la familia.
“¿Qué te parece?” ―me dijo―. “Hoy no estoy llorando”, lo cual suele hacer siempre que conversamos, cuando la distancia entre nosotros se acorta mediante la comunicación telefónica y sufre la melancolía de no poder abrazarnos.
Le pregunté si la celebración estaba lista en términos culinarios y su respuesta fue afirmativa, con cierta satisfacción al hacérmelo saber.
Los años siguen pasando, ya van 65 de dictadura, sin una luz de esperanza en el horizonte. Le recordé a Cacha, quien no es la tía anciana, sino paradójicamente una persona de mi edad, que alguna vez nos veríamos de nuevo en aquella casa, donde se refugia del descalabro circundante y me hizo saber que no perdía la esperanza.
Aberrante circunstancia la de este país dividido cruelmente por una ideología en total bancarrota. Cuánta calamidad sigue dejando a su paso vandálico.
Fue por los años 90 cuando mi amigo del preuniversitario José Martí, Ivo Sarría, pasó por Miami de camino a una conferencia universitaria en Nueva York.
A la sazón me dejó una copia del documental turístico 23, el Broadway habanero, realizado por Alberto G. Méndez en 1957, que sustrajera subrepticiamente de las bóvedas del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos).
Ivo, quien poco tiempo d