LA HABANA, Cuba. – Me gusta la carne de conejo, pero nunca me gustó mirar el golpe que le propina en la nuca, a su víctima, el matador. Me gusta la carne de conejo, me gusta cuando es ahumada con hojas de guayaba, pero no soporto el golpe y el pataleo, los temblores del conejo antes de quedar muerto. Me gustan el carnero y el chivo, pero no sus degüellos, los berridos. Me encanta, como a casi todos los cubanos, la carne de cerdo, pero no la puñalada y sus chillidos, los más espeluznantes de los que escuché hasta hoy.
Nunca he visto morir a una vaca, ni siquiera sé cómo se mata a una vaca, y tampoco voy a indagar sobre la expiración de una vaca ni de un toro o un ternero, porque deben ser también muy dolorosas y llenas de quejidos. No me gustan las muertes, ninguna muerte, ni tampoco el pataleo que acompaña algunas muertes, como aquellas que nos advirtiera el escritor cubano Ronaldo Menéndez en El derecho al pataleo de los ahorcados.
Todos tenemos derecho al pataleo, como nos advirtió Ronaldo en su excelente libro. Todos tenemos derechos al pataleo y a los chillidos, pero yo preferiría estar lejos de cualquiera de esas muertes y de las reacciones que esas muertes provocan. No sé luchar contra la muerte, no aprendí a luchar contra la muerte, y ya estoy muy viejo para conseguirlo. Quizá por eso abandoné la carrera de Medicina en cuarto año, cuando aún no era viejo. Me resulta difícil enfrentar la muerte, cualquier muerte, incluso la de un cerdo.
Y hoy tuve que enfrentar la muerte de un cerdo y, lo peor, sus chillidos desesperados, desgarradores, frente a mi casa, en medio de est