Hace poco subí un post a Facebook con cierto ánimo provocador. Contaba en él sobre la primera vez que escalé el Escambray, por los años 90. Transcurría mi época universitaria en Santa Clara, donde el colapso era total como en todo el país. En el Coppelia vendían helado de toronja, tocaba una hamburguesa de pescado —con espinas— por carné de identidad; desde la terminal, salían para los municipios los camiones de transportar caña en época de zafra.
Foto: Néster Núñez
Con esas imágenes y experiencias rondándome, llegué cierta tarde a Gavilanes, después de caminar monte adentro no sé cuantas horas. La fotografía que recuerdo es la de un riachuelo con una gran poceta en primer plano y detrás los bohíos del pueblo. El agua era súper transparente, y los niños que estaban jugando pelota se reflejaban en ella. El «play» se llevaba toda la atención de los habitantes. Las familias aplaudían desde los portales, gritaban nombretes, hacían bromas… era una fiesta dominguera total. Los niños bateaban durísimo, y uno de los que cubría el campo central era experto en lanzarse a la poceta y coger la pelota en el aire.
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