Desde hace varios años me resisto a identificarme como una persona de izquierda o de derecha. La parte recalcitrante de la derecha cubana me considera de izquierda, más bien me acusa de ser de izquierda, y la parte recalcitrante de la izquierda cubana me acusa de ser de derecha. Eso me alegra. Me alegra que ningún recalcitrante en ningún bando me quiera. Me alegra incluso su desprecio. El desprecio me confirma que estoy en el sitio correcto para mí del espectro político: en ningún sitio fijo y circulando por todos.
El filósofo español José Ortega y Gasset lo explicó mejor en 1930, en su libro La rebelión de las masas: «Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la ‘realidad’ del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías».
No creo que las personas de derecha e izquierda que conozco sean imbéciles. Tengo amistades y familiares que se identifican en un lado u otro, y los quiero y admiro. Pero yo sí me sentiría un poco imbécil eligiendo un bando. Me haría la vida mucho más fácil, porque me evitaría quedar en tantos fuegos cruzados tantas veces al año, porque siempre es mejor contar con un bando que te arrope; pero entonces no estaría siendo honesta. Al punto de mi vida en el que estoy hoy ―en el que hay tanto dolores como logros, pero ningún arrepentimiento― llegué precisamente por eso: por la importancia que confiero a la honestidad.
A mí se me