Voy de Varadero a Matanzas en una guagua de trabajadores del turismo; pero da igual que sea un camión urbano o rural, lleno de ruidos y de humos. Que afuera esté lloviznando o que haya 40 grados a la sombra también es irrelevante. Lo único necesario es que imagines este típico transporte colectivo lleno de gente que regresa a sus casas, tras un larguísimo día de trabajo.
Para la mayoría de ellos, trabajar significa pasar horas haciendo algo cuando menos insípido y descolorido a cambio de un salario que no alcanza. Vamos a decir, solo por contextualizar, que todos son cubanos. Por alguna extraña razón (los cubanos somos una raza alegre y extrovertida) los pasajeros de este transporte tienen caras largas, por no decir molestas, preocupadas, apesadumbradas, angustiadas o hastiadas.
Foto: Néster Núñez
Igual, pudiera ser mi percepción errónea nacida del dolor. De ese dolor que me provoca el tubo del pasamanos que me aprieta las costillas y no me deja casi respirar. Justo en un frenazo repentino, y cuando uno de esos hastiados sin motivo grita: «¡Chofe, los que vamos aquí no somos vacas!», logro adaptar mi cuerpo flaco a un rinconcito entre una ventanilla y un asiento, y aspiro una bocanada de aire contaminado, que me salva.
A lo largo de los años y a partir de los palos (y de los tubos en las costillas y de los cuchillos en el cuello) que me dio la vida, he desarrollado ciertas y efectivas estrategias de sobrevivencia. Guardar la cámara, el teléfono y la billetera en lo más profundo de la mochila, por ejemplo. También he aprendido a «tener sentido del momento histórico» y a «cambiar todo lo que debe – y puede- ser cambiado», empezando por mi propio estado de ánimo. En momentos como estos, de puro estrés negativo, me evado.
Foto: Néster Núñez
Aunque mi cuerpo permanece en el ambiente hostil del fallido transporte público en Cuba a las seis de la tarde, mi mente vuela primero hacia una ceiba en el monte, y luego hacia una caleta de aguas azules y rocas rosadas. El sonido de las olas, el olor a mar, la luz y la compañía son mágicas. Ubicado en ese lugar y momento donde la felicidad pudo ser, sonrío. Luego regreso a la guagua un poco más optimista de lo que me es habitual, y pronuncio para mis adentros una frase como de fe y de reafirmación que he concebido en los últimos tiempos: «Se va a dar».
Los rostros de los pasajeros están ahora recogidos, concentrados en sus teléfonos móviles, lo cual no deja de parecerme triste. El humo, la opresión y el cansancio son los mismos de antes, pero en las pantallitas de varias pulgadas acontecen todo tipo de historias divertida