El peso de los años no había mellado su destreza como enfermera. Pero aquel día en particular se veía agotada. Levantada desde las 5:00 a.m. para la jornada de vacunación infantil, eran más de las 11:00 y allí seguía, de pie, sin merienda, sin condiciones de confort en el local donde estaba inyectando. Encima, los padres se comenzaron a quejar por la demora, la cola, la incomodidad de los niños, esperando en un patio en el que no había ni asientos.
Entonces uno de los cuadros de la zona se dirigió, imperativo, categórico, a los protestones. Que parecía mentira, que miraran a esa compañera, sacrificada, impecable en su profesionalidad, y que además debía terminar y salir a vacunar en su casa a menores encamados. Que por favor, no se quejaran más.
La gente, entre apenada y confundida, hizo algo de silencio y trató de tranquilizar a los chiquillos.
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En la caldera. Estaban dentro de la caldera. Que es como decir, en la misma boca del dragón, limpiando a puro golpe de hierro las incrustaciones que las impurezas del petróleo nacional dejan en los mecanismos de funcionamiento. Hasta allí, entrando por una angosta tubería había llegado el equipo de filmación televisiva. Estos son los obreros de la termoeléctrica, trabajando sin descanso, laborando heroicamente, nos narró el audiovisual.
En paralelo, el discurso del Presidente del país, nos hablaba de eso mismo: del sacrificio, las horas sin dormir, las familias sin atención, el sublime esfuerzo de estos hombres por devolver la corriente eléctrica y atenuar los apagones, ese mal que ya es más cotidiano en la Isla que el insufrible pan de la bodega. «¡Pobrecitos!, —comentó una veterana del barrio—, con esos hombres trabajando así, ¿tenemos derecho a quejarnos?».
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La parada estaba repleta. Aquella guagua, que apareció más de media hora después de su horario, venía ya bastante cargada. La multitud rugió. Entró como un torrente por la puerta delantera y, cuando ya el animal de hierro parecía no poder digerir más, todavía abajo la gente empujaba, se agarraba a la puerta, metía los codos. Si dejaban ir esa, ya pasadas las 6 de la tarde, ¿cuándo vendría la próxima? ¿Y las madres y padres que debían llegar a hacer comida? ¿Y los trabajadores que estaban de pie desde muy temprano y querían al menos alcanzar un baño y un poco de descanso en el hogar? ¿Y los que tenían que ir, sí o sí, a cuidar a familiares ancianos?…
Sobrevinieron gritos, reclamos, hasta ofensas. El inspector de transporte que intentaba organizar la cola, también a grito limpio, apeló entonces a la conciencia de la multitud, y a que pensaran en el chófer, que posiblemente tuviera que terminar su turno y seguir dando rueda, o que si se le rompía una puerta debía arreglarla él mismo, porque en el taller no había piezas, o que, seguramente, llevaba el día tras el volante sin ni siquiera tomarse un café. Algunos siguieron luchando por subir; otros, medio apenados, se apartaron al fin para que la puerta cerrara.
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Tres situaciones, entresacadas de la pura y dura realidad, que dan cuenta de un mismo fenómeno. Si algún mérito ha tenido la clase política cubana de las últimas décadas, y con ella toda su madeja funcionarial, en cualquier nivel y espacio de la nación, es la capacidad para desenfocar —y, por ende, repeler— hábilmente los reclamos ciudadanos. Hablar de gimnasia cuando se le exige magnesia, encontrar escudos humanos para que reciban las lanzas que a ella y solo a ella corresponden.
Claro que una enfermera veterana que, en complejas condiciones, asume sola y sin descanso la vacunación de decenas de niños, no es responsable por la demora y las incomodidades que deban sufrir los menores y sus padres. Claro que esa mujer, que quizá tiene mil asuntos familiares pendientes y aun así está allí, en su puesto, esforzándose al máximo, no es quien origina ningún mal. Pero al ponerla de resguardo y hacer notar, aunque sea sutilmente, que las críticas van hacia ella, se endilga a quienes reclaman la falta de solidaridad, humanismo y cuantas miserias humanas se quiera. Habrase visto, qué gente más desconsiderada.
Obvio que los obreros de una termoeléctrica, que dejan la piel literalmente dentro de la caldera, que asumen turnos de trabajo excesivos, que, a veces, incluso, al llegar a descansar a su casa —vaya ironía— no tienen fluido eléctrico y ni siquiera pueden dormir con el fresco de un ventilador; clarísimo que ellos no son el blanco de las diatribas ciudadanas. Pero el poder los esgrime, los utiliza, usufructúa su heroísmo como si fuese de él, y nos pide entonces, apelando enfáticamente a nuestro corazón, que no nos lamentemos más.
Por supuesto que un chófer dedicado, que tal vez lleva manejando lustros sin un solo accidente, que debe sortear cada día los cráteres que tenemos por calles y hacer rodar los esperpentos que tenemos por ómnibus, por supuesto que él no debe culpas de la escasez de guaguas y la falta de combustible y el retraso, y el malestar y la parada llena y el obstine, el olímpico obstine que día a día nos sacude al ir y regresar de los centros de trabajo o estudio. Pero los funcionarios del transporte, poniéndolo como muro ante las piedras, se limpian ponciopiláticamente las manos. ¡Es la gente, la culpable es la gente, que es tan insensible!
Y no, estimados políticos-burócratas-cuadros-funcionarios-mandantes-repetidores. No. Algún día —quizá no muy lejano— su turbia estrategia discursiva dejará de convencer a los que aún convence. Ya nadie tragará más esa edulcorada píldora. Porque detrás de la mala organización de una jornada en un vacunatorio, del eternamente ineficaz sistema electro-energético nacional o del cáncer del transporte público, sabemos bien quién está, quien ha estado por décadas. Y por favor, ni intenten referirse otra vez al «recrudecimiento» del «genocida»… ya ustedes saben… A ese habrá que derribarlo. A ustedes, también.