El cerebro de Saurón hervía cuando su boca, el rey brujo de Angmar, le susurraba que todos perdíamos un anillo alguna vez en la vida. Hasta él, Mairon, el “Horripilante”, el “Aborrecido”… Gorthaur el cruel. Y, además, abatido tras acabar con las vidas de Elendil y Gil-Galad, que no era lo mismo dejar caer un anillo por el fregadero que perderlo a manos de Isildur.
Las valiosas y minúsculas cositas —casi siempre esféricas— ruedan a menudo hasta un rincón ignoto. Allí permanecen hasta que buscamos otra cosa. El lugar común encierra la certeza de que lo preciado es frecuentemente pequeño, como pequeña es su cobija. El hombre ha perseguido y custodiado desde que comprendió el valor de los símbolos metales y de las piedras preciosas; diamantes, perlas, escondidas en sus arcas diminutas: los joyeros de toda la vida. Y los guardamos en los rincones, porque sabemos que allí no los encuentra nadie.
La palabra “rincón” alimenta la idea de protección y custodia. Todos los animales corren a esconderse o dormir en los rincones. Los que han sido maltratados por el decursar del mundo, esquinados saben que no pueden ser atacados por cualquier lado, solo por donde han entrado, y la defensa tiene algo más de sentido. Así como valora el hombre el oro, valoran el gato, el perro y el lobo su propia vida. Respirar, acechar la carne trémula, sentir esa hambre y el impulso de satisfacerla son sus mayores riquezas y las llevan a sus rincones.
No es de extrañar que América, a donde llegamos todos, se nos antoje en algún momento un sitio hostil que ataca las estructuras de representación y el imaginario que heredamos de nuestros ecosistemas figurativos originales. Como emigrantes traemos una carreta de códigos, costumbres, todo lo que nos singulariza. Y hacemos lo posible por conservarlos en círculos más pequeños que grandes, asegurando que seremos en ellos comprendidos. Surge en todas partes un barrio chino, uno italiano, otro irlandés… Un estadounidense del Midwest me dice que lo bueno que tiene Miami es lo cerca que está de los Estados Unidos.
Una vez en Miami los espacios vuelven a reducirse. Más allá de lo latino, hay infinidad de maneras de asumir las reminiscencias de la hispanidad. Por suerte, todos compartimos un mismo idioma; nos entendemos desde México a la Patagonia. En Europa central, por ejemplo, en unos pocos cientos de kilómetros podemos enfrentar el alemán, el polaco, el checo, el holandés, el ruso y danés.
A los latinos parece perseguirnos el concepto del “Rinconcito”. Hace muy poco repasaba en este espacio el logo de un Rinconcito Latino. Me he puesto a observar con atención los espacios y sus nombres y descubro una cantidad notable de otros “rinconcitos”. Revisando las fotos queda claro que no hay quien no tenga el suyo propio. Y me pregunto por qué el concepto se replica tan exitosamente. Porque es infalible. ¿Quién puede despreciar un “rinconcito”, que para asumirlo solo tiene que sumarle un pellizco de identidad propia? Hasta en el hogar, cada persona tiene el suyo, su espacio, su lado del sofá, el perro el suyo y el gato también… cada cosa termina en su sitio. No hay nada más triste que carecer de un espacio personal donde sentirse a salvo.
Se suceden rinconcitos ya no solo “latinos”, sino salvadoreños, nicaragüenses, hondureños, argentinos… todo el mundo tiene uno, todos comparten la misma necesidad de protección y refugio identitario. Siempre hay algo que proteger: costumbres, recetas, el idioma, el acento, los chistes de toda la vida: las raíces que nos atan a la tierra.
Queda claro que esto no es para todo el mundo. Como mismo un nostálgico se va a su rincón y dentro del rincón se las arregla para encontrar un un resquicio cada vez más arrinconado donde escuchar las tronantes resonancias del terruño, también están los que experimentan un placer salvaje en el desarraigo y se lanzan hacia las estrellas como el Admiral Kirk, Spock y Nyota Uhura… where no man has gone before. Hay espacio para todos…
Mentira… casi siempre los rinconcitos están llenos y el espacio exterior está vacío. No sé si por mucho tiempo, pero de momento el ser nostálgico y asustadizo prevalece. Acá abajo, al sur… porque al norte está la estrella polar.