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La sal en Cuba: el difícil camino del mar a la mesa

No hay sal para la venta liberada en Cuba. Desde hace meses, no suele encontrársele en moneda nacional, ni tampoco en las tiendas en moneda libremente convertible (MLC). Solo se garantiza la normada en la canasta básica y la destinada al consumo social, aunque su calidad dista de ser “óptima”.

La carencia del condimento en la Isla provoca desconcierto. La lógica indicaría que su tránsito del mar a la mesa de los consumidores transcurriera sin mayores obstáculos. Pero, no es así.

La Empresa Nacional de la Sal (ENSAL) es la entidad que en Cuba se encarga de extraer, procesar y distribuir la sal. El proceso —no podía ser de otra forma— se basa en la evaporación de agua de mar en seis salinas distribuidas a lo largo del país.

Son las unidades empresariales de base “Frank País” y “Joa”, ambas localizadas en el municipio guantanamero de Caimanera; la salinera “Las Tunas”, en Puerto Padre; “El Real”, en Nuevitas, Camagüey; la “9 de Abril”, en Sagua la Grande, Villa Clara; y la “Bidos”, en Martí, Matanzas. Sus producciones tienen tres destinos fundamentales: el consumo humano, el animal, y la industria. En teoría, la capacidad instalada basta para satisfacer la demanda nacional.

Años de inestabilidad

Las dificultades con la producción y suministro de sal no son nuevas. Aunque para Cuba la última década comenzó con resultados promisorios, esa tendencia se interrumpió cinco años atrás, para abrir un período de recurrente escasez que en los últimos tiempos ha llegado a sus niveles máximos.

En 2010 la industria nacional cubría toda la demanda del mercado doméstico, luego de recuperarse de las afectaciones del huracán Ike, que habían forzado al país a invertir unos 9 millones de dólares en la importación de sal.

La recuperación llegó al punto de autorizarse la venta liberada del producto en marzo de 2012, a precios que hoy parecieran increíbles: cinco pesos el kilogramo de sal fina húmeda y yodada, y cuatro pesos la gruesa centrifugada.

La buena nueva no duró demasiado. Entre 2014 y 2017 se paralizarían las plantas de Camagüey, Puerto Padre, y Matanzas, esta última durante tres años. En un punto, las dos salineras de Guantánamo —que de forma habitual producen más del 60 por ciento de la sal consumida en Cuba— debieron garantizar la totalidad de la producción. A pesar de esto, en la etapa no se evidenció un particular desabastecimiento y pudo mantenerse la venta liberada.

La suerte comenzó a cambiar en septiembre de 2017, cuando el huracán Irma afectó todas las salineras de la Isla.

Las salinas son una suerte de fábricas a cielo abierto, cuya eficiencia depende de la ocurrencia de pocas precipitaciones y una alta evaporación. Justo lo contrario a los efectos que ocasionan los ciclones y otros fenómenos similares.

A los estragos de las intensas lluvias, la industria salinera cubana debió sumar por entonces el mal estado de la mayoría de sus plantas y las carencias crecientes de transporte, en particular el ferrocarrilero. A ellas, más recientemente se sumaron la falta de yodo y de bolsas para envasar; ambos, recursos importados.

Para los problemas de mayor peso, el contexto de crisis representó “el tiro de gracia”. Aunque en la última década se ejecutaron procesos inversionistas en varias fábricas, los viejos y nuevos equipos no siempre pudieron recibir el mantenimiento necesario para enfrentar el alto nivel de corrosión que provoca el entorno marino. Y la compra de piezas de repuesto ha sido poco menos que ocasional, dejando en manos de la innovación el sostenimiento de la actividad.

Con tantos pendientes, la industria salinera lo tiene muy cuesta arriba. A varios meses del paso de huracán Irma, Oslirio Hernández Pola, el director de Operaciones de ENSAL, declaraba a Granma que todavía los llamados “flujos tecnológicos” no estaban funcionando a plenitud. Ese año, la prensa comenzó a reportar el desabastecimiento del mercado en moneda nacional.

¿Recuperar la industria del azúcar?

Lo que vino después no fue mejor. La escasez de combustibles y las afectaciones energéticas han limitado de manera inevitable la producción; tanto por carencia de diésel como por apagones, le explicó a Granma el director de ENSAL, Jorge Luis Bell Álvarez, en octubre de 2021. Según el funcionario, solo por falta de electricidad, el pasado año se perdieron 344 horas de trabajo, equivalentes a cerca de 3 400 toneladas, de acuerdo con la capacidad productiva de cada planta.

Crisis eléctrica en Cuba: inversión extranjera y más combustibles fósiles

Para mantener el servicio eléctrico en zonas residenciales e instalaciones básicas, el Gobierno ha tenido que recortar las asignaciones energéticas correspondientes al sector productivo. Industrias de alto consumo, como la salinera, se han visto entre las más afectadas.

Más escasez, menos calidad

La sal racionada tiene una estética deficiente. El país produce sal seca y sal húmeda. La segunda, de menos calidad y aceptación entre los consumidores, es la que se recibe por la canasta básica con mayor frecuencia.

La obtención del cloruro de sodio es un proceso exigente, que puede demorar hasta 90 días. El agua de mar llega, mediante gravedad o bombeo, a sucesivas lagunas de evaporación y concentración, y luego se lava y “afina” antes de pasar a las plantas donde se centrifugará, molerá y envasará. Al menos así debería ser el proceso.

Sin embargo, según ha reconocido Jorge Luis Bell Álvarez, las centrífugas que utilizan las salinas no son las adecuadas, puesto que provienen de los centrales azucareros. Y en cuanto a hornos, solo se dispone de uno, instalado en Guantánamo. La realidad dista de la que esbozaba el propio directivo a inicios de 2017, cuando anticipaba que “para el año 2019 todas las plantas salineras de Cuba” tendrían “secado de sal, para una mejor calidad”.

En 2022 todavía el producto llega a los consumidores con una pobre presentación. Y, además, con la limitación adicional de ser la libreta de racionamiento la única vía para adquirirlo.

Un estudio del año 2015 refería que el consumo diario de sal en Cuba eran 10 gramos (g) por persona. Ya por entonces, la distribución de sal por la canasta básica se ajustaba al esquema de descomposición por núcleos, empleado en la Isla desde 2009, con la intencionada finalidad de reducir la ingesta de cloruro de sodio en la población por razones de salud.

El esquema de venta de sal normada por descomposición de núcleos regula la cantidad de paquetes de un kilogramo que se venden por trimestre a cada una de las familias. En correspondencia con la cantidad de personas que integren cada hogar se expenden las bolsas del producto. De tal forma, los núcleos de entre 1 y 2 personas, reciben solo un paquete de sal cada trimestre; los de 3 y 4, reciben dos paquetes en el trimestre, y así, de forma sucesiva.

Sin embargo, desde que en el año 2012 se inició la venta liberada del condimento en la red de mercados nacionales y además se mantuvo su expendio en CUC en las tiendas recaudadoras de divisas, estas vías adicionales constituyeron alternativas socorridas por los cubanos para que en la mesa no faltara la sal que, a fin de cuentas, no deja de ingerirse a diario.

Con la extinción de ambas opciones en la actualidad, el panorama para la compra del producto se ha tornado súbitamente sombrío.

De la sal fina que se expendía bajo la marca Caribeña, a 0.45 centavos CUC, que en algún momento se comercializó a un precio similar en MLC, no ha existido disponibilidad en el año que transcurre. Mientras, en el mercado negro el precio de un saco de sal puede superar los 2.000 CUP, y la libra se acerca a los 50 CUP.

Las opciones que quedan a los cubanos no son la panacea: hacer malabares en las cocinas para que alcance en cada hogar la sal normada o “desangrar” el bolsillo para acceder a ella al precio que disponga el momento, conscientes de que a mayor escasez mayores precios. De ninguna forma el consumidor gana.

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