El día antes era jueves y tenía mi segunda clase de la maestría en Educación de la Sexualidad. Casi a las ocho salí disparada con idea de coger algo hasta el Capitolio y luchar una gacela o una botella que me llevara a Marianao.
Pude ir rumiando mi tardanza, pero la mañana estaba linda y elegí poner buena cara. En menos de dos minutos una joven solidaria me recogió, y un cuarto de hora después me dejaba junto al muro del cementerio Colón para que atravesara el camposanto y buscara un P9 en la avenida 23.
Caminé a buen paso, pero igual disfruté la paz matutina del lugar —tan diferente a los dos años previos— y detallé un poco de esa joya arquitectónica que se intenta restaurar.
Sin esperarlo, mi soliloquio se tornó filosófico: ¿Por qué la muerte nos fascina al punto de intentar trascenderla con arte? ¿Será que el propósito de esa pétrea belleza es superar el duelo de aceptar nuestra fragilidad humana?
En minutos crucé la arcada del Oeste, corrí a la avenida y me monté en una guagua que parecía esperarme. Lo que pudo ser un trayecto tortuoso resultó más bien ameno, y quedó en el pasado como un chasquido de pulgares cuando a las nueve en punto me vi sentada en el aula, lista para disfrutar la clase sobre Endosexualidad, tema del que hablaremos pronto.
Como era jueves, día de consejo en JR, al salir del Varona monté el primer ómnibus que pude para acercarme al Vedado. Era tal mi prisa que rechacé la insistente invitación de MaryD a almorzar en su casa: “Tengo chícharos listos, falta preparar la ensalada…” escribió, y mis tripas dudaron, pero iba tarde y resistí su coqueteo culinario engullendo en el trayecto media barra de un maní comprado en Santa Clara.
Ya cerca de Paseo decidí alertar a mis colegas de mi demora y descubrí que la reunión se había suspendido desde el día antes. Mi diálogo interior pasó del fastidio a la ilusión cuando vi el Banco provincial de sangre vacío (y yo loca por donar desde marzo), pero frené contrariada: ¡¿Quién me mandaría a apurarme con el dichoso maní?!
“Vengo mañana al atardecer. Seguro no habrá nadie”, me dije mientras cogía otra botella rumbo al poligráfico. Sin embargo, la vida, que tiene sus propios planes, me dejó al margen otra vez. Ese viernes los bancos se llenaron de brazos jóvenes, como si cada bolsa ayudara a mover más rápido los escombros y transfundiera esperanza colectiva.
Aquella tarde de jueves decidí llegarme al apartamento en Centro Habana que desde hace unos días comparten mi hijo, su novia y otra pareja de estudiantes de Física Nuclear.
No tenía claro cuál era, pero confiaba en que mi instinto me guiaría. Una tercera botella me dejó frente a la tienda de Carlos III y justo en ese momento pasaba él, cuidando de no tropezar a nadie con el cake que llevaba en las manos.
Lo seguí un buen trecho antes de que atinara a voltearse para ver quién imitaba su ritmo con insistencia, y sonrió al verme, como si fuera rutina encontrarnos en la calle.
No niego que mi corazón se estrujó un poquito: desde ese momento acepté que ya no tengo un niño grande en casa: su vida se aparta de la mía y solo me queda desear que el nuevo nido sea para él lo más armónico y feliz posible.
Me sentí “visita” en aquel apartamento, y me enorgullecí de lo que cuatro chicos habían logrado en una semana… mucho más de lo aportado en sus respectivas casas en muchos años, seguramente.
Pero no estaba lista para irme sin comprobar (con disimulo) la seguridad del inmueble, su privacidad, los posibles peligros… Así que demoré mi tajada de dulce con helado mientras mis ojos de ingeniera-mamá-consejera evaluaban la ventilación del patinejo y buscaban salidas hacia el techo vecino en caso de emergencia.
Al final sacudí fuerte mi cabeza para dejar ir tan nublados pensamientos y respiré con las mejores vibras que pueden emanar de una madre mientras aprende a dejar atrás su tesoro más valioso.
Para cerrar el ciclo de lo que esperaba hacer esa mañana, caminé hasta el Parque de la Fraternidad, y mi mente viajó al contraste entre lo feo de la ciudad “moderna” y lo bello logrado en ese centro: inmuebles remozados, árboles, calles despejadas, luces de prosperidad… Tomó tiempo, pero valió la pena, ahora tocaba cuidarlos.
Aquel fue un día más en mi vida. Uno en el que cumplí cosas y dejé otras pendientes. En el que pude golosear a mi hijo ya adulto, abrazar a mi madre, jugar con mis mascotas, dormir junto a mi esposo, adentrarme un poco más en los misterios de una sexualidad que nos alienta y define.
No sospeché que sería la víspera de una tragedia colectiva, ni que el siguiente jueves amanecería tan distinto para decenas de familias de esta Habana, en la que el gesto simple de compartir la guagua, el aire, ¡la vida!, tiene hoy un significado de azar más doloroso.
Mi hijo fue este lunes a visitarme al trabajo, y además de dulces y el beso pospuesto por el Día de las madres, llevó una noticia que demuestra cuánto me conoce: “En mi facultad habrá un banco de sangre la próxima semana. ¿Vendrás?”.