El que dijo eso de que los hombres no lloran no ha visto en su vida la escena de la muerte de la mamá de Bambi.
Desde luego, la noción de marras precede a la película. Ahora bien, asumir que la masculinidad implica permanecer impertérrito ante una escena conmovedora es tan sexista como anticientífico, pues parece sugerir que solo la hembra Sapiens está dotada de glándulas lagrimales o tiene licencia para usarlas, y que debilidad y sensibilidad son la misma cosa.
Podemos dejar escapar algunas lágrimas ante una película (o una obra de arte en general, pero ya se sabe de qué va esta columna) por tres razones fundamentales:
1- Porque lo que vemos es tan horrible, tan lacerante y doloroso (por ejemplo, ciertas escenas de Ve y mira [1985], de Elem Klimov) que afecta directamente nuestra arboladura emotiva, nos fuerza a releer nuestro entorno y a temer que algo así podría sucederle a nuestros seres queridos. Es más, nos pone a pensar en que de ninguna manera aceptaríamos el encargo de ser el abogado defensor de la especie humana.
2- Porque las imágenes nos abofetean con belleza pura, nos masturban la emoción estética. Somos tan vulnerables ante lo hermoso como frente a un loco empoderado que empuña una motosierra (no pun intended).
3- Porque la película es una mierda, y lamentamos el tiempo perdido.
Voy a dar el paso al frente y poner dos ejemplos personales del segundo caso, esto es, de relatos fílmicos que remueven lo mejor de mí.
–Dead poets society (1989) de Peter Weir. Estamos hablando del director de Green card (1990), The Truman Show (1998), Master and commander: The far side of the World (2003) entre otros títulos inolvidables, pero es La Sociedad de los Poetas Muertos la que invariablemente obra en mí un efecto lacrimógeno. Cada vez que va a llegar la escena en que los alumnos se suben uno a uno a las mesas para honrar con un verso de Whi