El Estado cubano se fue del país. No sé si aprovechó y se quedó junto a alguna delegación deportiva en una competencia en cualquier parte o si se atrevió a pasar la odisea de los volcanes y la selva o si dejó plantada una misión médica en África o en América del Sur; pero sé que no se fue en balsa porque no lo han devuelto, no está en Cuba. Se fue y no se despidió.
El Estado cubano era dueño de todo, controlador de todo, administrador de todo. Tuvo las industrias, los carritos de fiambre, las farmacias nacionales con estantes vacíos y las internacionales llenas de medicinas para pudientes. Tuvo los centros deportivos heredados del capitalismo y los construidos después de 1959. Ha sido dueño de los hospitales, las escuelas, los parques de diversiones, los hoteles, las tiendas de todos los artículos, las minas de todos los minerales, los cines, los teatros, las carpas de los circos ambulantes. El Estado, mientras pudo y aun después de no poder, fue dueño de todos los taxis, todos los ómnibus urbanos e interprovinciales, todos los trenes, todos los barcos y hasta fue dueño de las bicicletas chinas que nos vendía o regalaba en los noventa.
Ha sido dueño, además, del cien por ciento de la generación eléctrica, de todo el bombeo de agua y de la recogida de basura, sin mencionar su absoluta propiedad —solo compartida con inversionistas extranjeros sobre los que nadie nos consulta—, de todo el petróleo y el gas natural de Cuba.
El Estado ha sido propietario de todos los bancos, a la vez que se ha mantenido como dueño de gran parte de la tierra cultivable en Cuba; también ha sido dueño de la flora y la fauna, que decide exportar o engrosar con especies invasoras cuando lo ha considerado. Es dueño de todas las viviendas que las personas tienen con títulos que dicen «medios básicos o usufructo» y de las fortalezas de la época colonial, en las que ha decidido instalar —a conveniencia— centros turísticos, museos, ferias del libro, unidades militares, restaurantes.
El Estado cubano ha sido dueño de todas las noticias, de la televisión, de todos los periódicos —siempre dirigidos por el Partido inmortal—, de todas las imprentas, de todos los museos, de todas las bibliotecas y ha decidido, por décadas, cuáles películas se filman y cuáles no; qué se puede bailar, representar, actuar, pintar, esculpir, animar y cantar.
Fue un Estado todopoderoso y cuando supo que no podía con todo porque no tenía con qué sostenerlo, primero resistió sin proteger, sin cuidar, sin restaurar, sin limpiar, sin conservar, sin registrar, sin atesorar, sin poner el menor interés de verdadero dueño y después lo fue abandonando todo, sin más; poco a poco a veces, de forma abrupta, otras.
Todo ese tiempo en que el Estado ha sido tan poderoso, ha dicho, discursado, publicado y recitado que el dueño de todo lo humano y lo divino es el pueblo.
No voy a escribir más de una oración sobre el tema, porque los cubanos sabemos que nunca hemos sido dueños de algo, administradores de algo, poseedores de algo, tenedores de algo; apenas hemos sido usuarios de algunos bienes y servicios que la mayoría de las veces eran males y no servían para nada.
Después de ser dueño de todo, el Estado cubano dejó, a regañadientes, que algunas personas vendieran maní de forma ambulante y a veces se acordaba que hasta el maní es estatal y confiscaba en la vía pública los cucuruchos que los ancianos llevaban en sus jabas pobrísimas.
El Estado dejó que algunas personas tuvieran carros de alquiler y después les ha hecho la vida insoportable con medidas restrictivas constantes; porque hay que entender que, para quien fue dueño de todo, ver a personas paseando turistas en carros descapotables americanos antiguos debe ser muy duro de procesar.
Ahora, el Estado no está en ninguna parte. Queda alguien haciendo de Estado en las oficinas públicas y secretas de la Seguridad del Estado, que hace tiem