¿Quién necesitaba un nuevo Alien?
Yo no, desde luego. Soy un convencido de que la franquicia que nació con la película de Ridley Scott en 1979 debió terminar con la segunda entrega, la Aliens (1986) de James Cameron. Cuanto ha venido después, con todo e involucrar a directores como David Fincher, Jean-Pierre Jeunet (que después de rodar Alien III realizaría Le fabuleux destin d’Amélie Poulain [2001], entre otras razones, supongo, para desintoxicarse), Paul W. S. Anderson y el propio y reincidente Scott, se me antoja inferior y fácilmente olvidable. O peor, intercambiable. Haber visto hace unos días Alien: Romulus del uruguayo Fede Álvarez no ha contribuido a hacerme cambiar de opinión.
Álvarez tiene una no muy extensa pero sólida trayectoria como director de piezas de terror, suspense y ciencia ficción. En la nueva película lo mezcla todo, como es de suponer, añadiendo al brebaje una buena cantidad de citas y guiños a las entregas anteriores de la franquicia (en especial a la primera, la grande, la de Scott) y una pizquita, sobre todo al principio, de crítica a las desmesuras de un capitalismo de proporciones cósmicas. Los protagonistas son, en la práctica, esclavos de la todopoderosa corporación Weyland-Yutani, que sin miramientos incumple su parte del contrato pero los fuerza a extender la suya. Una tentativa de fuga los lleva directamente a… en fin, ya lo verán. A partir de ahí, el relato se convierte en un encadenamiento de secuencias bien construidas pero sin otra sustancia que la que emana de una espectacular puesta en escena.
Un punto que ha suscitado polémica es la reaparición, gracias a la tecnología digital, del actor Ian Holm, el buen Bilbo, que lleva cuatro años muerto. Como se recordará, en Alien interpretaba al android