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En la Argentina “la casta” se ha convertido en la clave interpretativa a la que apelan tanto los políticos como los comentaristas de la turbulenta coyuntura por la que atraviesa la vida nacional. La victoria electoral de una coalición neofascista presidida por un producto de laboratorio fabricado para captar el malestar social reinante instaló a “la casta” como la síntesis de todos los males que aquejaban al país. La historia, sin embargo, demostró la poca utilidad de esa categoría porque quien, como el Presidente, hizo uso y abuso de la misma para fulminar con la furia de un profeta a la clase política y sus usos y costumbres poco demoró en convertirse en un miembro más de “la casta.” Aprendió, o le enseñaron, en poco tiempo todas sus mañas y adoptó sus peores métodos, que los practica con indisimulada fruición. El chantaje, la corrupción, la desembozada compraventa de voluntades de gobernadores, legisladores y “perioperadores” así como la represión más brutal cuando las víctimas de su letal experimento económico tienen la osadía de manifestar pública y pacíficamente su descontento.
Pero vayamos un poco más allá. La “casta” en realidad es el conjunto de funcionarios del capital encaramados en la estructura del estado, en sus tres poderes: gobernantes y altos administradores públicos en el Ejecutivo; legisladores, diputados y senadores en el Legislativo, y jueces y fiscales en el Poder Judicial. Todos ellos convenientemente apalancados desde afuera por los medios de “confusión y desinformación” de masas concentrados en un puñado de antidemocráticos oligopolios, cómplices necesarios de las maldades y los delitos d