LA HABANA, Cuba. – Dicen desde hace mucho, y es una verdad grandísima, que morir está en el orden de las cosas de este mundo. Morir no es más que el inicio de un nuevo viaje, el último de todos, ese que comienza en el funeral con la despedida que hacemos al viajero. Morir es, sin dudas, tan natural como despertarse en la mañana y mirar al techo que te excede en altura.
Morir es un hecho tan concreto que a veces ni siquiera se necesita de la comprobación que suele hacer el médico para certificar esa muerte que se hace evidente delante de nuestros ojos y aún nos provoca asombros. Y, mirada así la muerte, podría parecernos un suceso muy simple, tan sencillo como enjugarse los ojos después de abrirlos en la mañana.
La muerte no precisa de métodos sofisticados para su confirmación. Ella solo necesita de la intervención, casi “burocrática”, del médico que tiene la encomienda de certificar el deceso de un hombre de familia, y que lleva a los vivos, a los dolientes, a vivir el infierno en el que se convierten en Cuba nuestros decesos, y sobre todo los funerales.
Y ese viaje a “las regiones seminales del mundo” es igualito para todos, al menos eso nos advirtió Marco Aurelio hace ya mucho, poniendo un empeño grande en hacernos notar que Alejandro de Macedonia había muerto. Marco Aurelio y su caballerizo eran reabsorbidos de la misma forma, a ambos se los tragó la tierra, literalmente.
Todos somos idénticos ante la muerte; eso se ha dicho insistentemente a lo largo de la historia del mundo, pero no siempre es cierto lo que se dice con voz engolada y ojos brillosos. Todos no somos la misma cosa ante la muerte, y sobre todo si es que pasamos nuestros días en Cuba, si es que aquí tropezamos con la muerte definitiva.
Morir en Cuba es algo más, morir en Cuba no es morir y ya. Morir en Cuba lo cambia todo; cambia cada una de las representaciones de la muerte, cada perspectiva de la muerte y a la muerte misma. “Morir en Cuba es otra historia”, que así diría ese personaje del humor cubano que carga con el