«Cuando uno sale de Cuba se cree que todo acabó», me dijo uno de esos amigos a quienes no he vuelto a ver. Tenía razón. Cuando sales de Cuba, todo empieza. Las experiencias son diferentes, es cierto, y a cada uno nos crece una expatria dentro del pecho en correspondencia con lo vivido afuera, del otro lado del cielo y del mar, en donde el azul es más claro y los sentimientos se vuelven cada vez más densos, opacos, indescifrables.
Nunca he tenido miedo a volar, por eso me gustan tanto los aviones. Tampoco tengo miedo a caer. ¡Por eso me gustan tanto los aviones! Pero soy nerviosa, mucho, desde que allá en Cuba me sentaba en los parques para conectarme a Internet y un señor con camisa de cuadros y dos bolígrafos en el bolsillo se ponía a mi lado. Pero no voy a hablar de allá, porque después de tres años fuera, es una realidad que apenas logro adivinar.
Volé, al fin, por sobre una vida de restricciones y reivindicaciones políticas y México me abrazó. El día antes de aquel abrazo, mi amiga me había hecho una lista detallada de lo que tenía que hacer en el aeropuerto. Terminaba así: «Ante cualquier contingencia, llamar a amiga o pedir ayuda a un oficial». Llegué el día en el que se suspendió WhatsApp en medio mundo, así que tuve que jalarle la camisa a un oficial para que llamara a mi amiga. Ese día viví el fin de todo, la expectativa ante los nuevos «descubrimientos».
Después vino lo de «turistear» en los OXXO (similares a los servicentros cubanos), comer fresas con frijoles y helados, recolectar bolsas de Amazon, perderme (literal y casi peligrosamente) en las tiendas con mi pequeño celular sin Internet (solo agarraba wifi y algunas redes sociales), fregar botellas de Coca-Cola (no me deshabituaba) para envasarlas con el café que me llevaba para la escuela.
Era la etapa en la que hacía muchísimas fotos porque pensaba que las personas a quienes amaba podrían vivir la suerte de «salir» a través de mí. Cuando me fui de allá, de la isla, estaba enamorada. En Cuba dejé el amor y a la única persona que queda de mi familia, la dueña de ojos cristalinos, canas y piel con pliegos.
Los dos primeros años en México fueron difíciles, pero tenía una misión, un propósito, estudiar mi maestría. Dijo Silvio Rodríguez que si a la juventud se le da un propósito, es capaz de mover el mundo de lugar. Yo no soy tan joven, mi alma tiene muchas, demasiadas manías como para sentirme joven, pero me gustan las metas altas, imposibles.
En ese tiempo conocí a las mexicanas y mexicanos más «chingones y chingonas» y también a los más «pinches weyes cabrones y cabronas». Un casero me robó, la siguiente me extorsionó. «Mima, tengo la llave del gas abierta y me tomé…», me escribió la casera un día cuando yo estaba en clases y antes de que terminara de enumerar la cantidad de medicamentos