Alberto Cortez cantaba que «la vejez es la más dura de las dictaduras, la grave ceremonia de clausura de lo que fue la juventud alguna vez y que está a la vuelta de cualquier esquina… Antesala de lo inevitable». Confieso que no conocía la canción ni al famoso cantautor argentino cuya vida cambió drásticamente luego de una caída en el baño, pero estremece la melodía con su atinada y jodida letra. Di con ella por el post en Facebook de un dilecto profesor de mis años universitarios, quien desde una pedagogía socrática ―nada común en las aulas de hoy― suele expresar verdades como el Partenón. Lo mismo que en la composición musical que colgó en su perfil, quizás a modo de espejo, el Profe «con unas hebras de plata tiene ya pintado el poco cabello, es gran decidor de consejos y lleva un par de anteojos para sufrir las noticias».
Si bien era un secreto a voces, la noticia divulgada por la ONEI de que la población efectiva en Cuba no llega a 10 millones ―un estudio independiente considera sobrestimada la cifra institucional― y que casi la cuarta parte del total de habitantes ―o sea, el 24,4 %― rebasa el umbral de los 60 años, vino a confirmar el comprometido escenario demográfico de una isla que ha visto mermada su población debido a un éxodo sin precedentes, una crisis económica insufrible, bloqueos externos e internos, y un decrecimiento natural caracterizado por la contracción de los nacimientos respecto a las defunciones. Sin fórmula mágica para revertir a corto ni mediano plazos esa tendencia, la sociedad seguirá marchando, como trillo de hormigas, al envejecimiento. ¿Qué futuro nos espera?
Envejecer es un drama humano. Hablar del envejecimiento poblacional, o mejor dicho, de cómo envejecemos en las circunstancias actuales del país supone una misión complicada y resbaladiza. No solo por la multidimensionalidad conceptual del dilema, que pasa por analizar si envejecemos con calidad y dignidad, sino por la inconsistencia de muchas fuentes a la hora de dar un panorama fiel del asunto, y por los discursos oficiales que henchidos de florituras acaban teniendo a nivel de suelo un eco disruptivo, más que correspondencia. En general, las demandas apremiantes e insuficiencias recurrentes de los ancianos cubanos giran en torno a alimentación, medicamentos, pensiones, vivienda, movilidad, marginación, atención a necesidades especiales, participación social y programas de asistencia.
Consecuencia de ese contexto: gerontólogos y geriatras ensayan curar enfermedades crónicas y degenerativas propias de la edad provecta con de todo «en falta» como en farmacia; mientras organismos gubernamentales bajo el lema «nadie quedará desamparado», a tenor con el artículo 68 de la Constitución, trazan políticas orientadas a la protección de adultos mayores sin ingresos ni recursos suficientes, incapacitados para trabajar y carentes de familiares en condiciones de garantizarles bienestar. El Sistema de Atención a la Familia (los llamados SAF) constituye una de las maneras en que se implementan esas estrategias de asistencia social. Sin dudas se trata de un programa muy sensible y necesario, pero que a juicio de no pocos «favorecidos» ha resultado infelizmente conducido.
Viejos asuntos
Mal empezamos, ¿no?, cuando la propia denominación de la entidad está lejos de ser el anillo al dedo de su esencia. El Sistema de Atención a la Familia, surgido en 1998, se ha destinado básicamente a ofrecer, en unidades gastronómicas amparadas por el Ministerio de Comercio Interior, servicios de alimentación a personas mayores y en situación de discapacidad censadas por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social bajo el cuño de «asistenciados» o «vulnerables» (para algunos la más «delicada» forma de mentar «pobreza» en el reino de los eufemismos). Así las cosas, el SAF responde en su mayoría a individuos que no tienen familia funcional o viven segregados de ellas. Tampoco funciona con la debida articulación de un sistema, a juzgar por los eslabones sueltos en la cadena, y la susodicha atención se reduce en la práctica al acto de ofertar un poco de comida. ¿Y de qué embrollada manera?
«Mire usted mismo lo que sirven. Se supone que aquí están las dos comidas de hoy. Dos no hacen una ración normal. ¿Después de malo no llegan? ¿Desde cuándo aquí no dan pollo o huevo, ni un potaje de chícharo siquiera? Vaya a un SAF en el Vedado o Playa para que vea si en la tablilla hay menos de cinco ofertas. Sabemos que la situación está difícil, porque ni a la bodega viene nada, pero encima ¿no pueden elaborar bien lo poco que nos dan?», cuestiona Germán a la salida de un SAF en el municipio habanero de Cerro. Tiene los ojos azul cristalino, como si se le hubiera metido el mar adentro. «Fui electricista naval y trabajé desde el año 67 en la construcción de barcos hasta en Japón. Ahora, a punto de cumplir 80, la chequera no me alcanza ni para merendar. Por eso estoy obligado a venir aquí, aunque no quiera», refunfuña en tono de marinero embarcado en tierra. Y se va, escorando a babor y estribor. Dando tumbos.
Aunque marineros son todos y en el SAF se encuentran ―con permiso del dictum original―, Carlos, de 81 años, no opina igual que su colega de trajines. Aun cuando ambos cargan el mismo arroz y picadillo en sendas cantinas verdes facilitadas gratuitamente a cada asociado gracias a una donación china que incluyó vajilla metálica, jarras y útiles de cocina, como parte de un plan para elevar la calidad del servicio. «La atención es aceptable, los trabajadores muestran buen trato, cocinan bien y a veces el precio no pasa de 20 pesos. No se puede pedir pollo todos los días para como está la situación», agradece frotándose la barba hirsuta. Es de los que prefiere destacar el salvavidas, si bien apunta que «la cuenta no da»; su ropa de tan manchada y zurcida oscila en la delgada línea entre un atuendo y un harapo.
La vía para asociarse al SAF es una donde no faltan la burocracia y los intermediarios. Las solicitudes pueden llegar a través del delegado, el trabajador social de la comunidad, la Juventud o el Partido. Aun así, no todas las personas que optan por el servicio son admitidas, ni con la celeridad imaginada, y pueden pasar a integrar una suerte de lista de espera o escalafón.
La vía para asociarse al SAF es una donde no faltan la burocracia y los intermediarios. Las solicitudes pueden llegar a través del delegado, el trabajador social de la comunidad, la Juventud o el Partido.
Algo así le sucedió a Enrique, un abuelo de 83 años residente en Arroyo Naranjo. A pesar de su resistencia inicial «a verse comiendo en un comedor público», cuando le apretó demasiado el cinto solicitó a su delegada de circunscripción el trámite para un SAF al doblar de la esquina. «Pero me registraron en un comedor distante a un kilómetro de casa, pues fue donde apareció la capacidad. Allí tenían por método no vender ambas comidas juntas, así que normalmente solo cogía una de las dos. La distancia y la magra calidad no me animaban a dar el