Una vez sostuve un Óscar en la mano.
En 1993, la cineasta norteamericana Barbara Trent ganó la estatuilla por su documental The Panama deception, que indagaba en las motivaciones ocultas detrás de la invasión norteamericana a ese país, presentada a la opinión pública como una operación para detener al general Noriega y terminar con el narcotráfico. En diciembre de ese mismo año la realizadora fue invitada al FINCL de La Habana, exhibió la película y dialogó con los espectadores. Yo era una porción particularmente magra y escuálida del público (transcurría el momento más duro del Período Especial, y soy alérgico al huevo, de manera que pasaba más hambre que cualquiera), pero tenía, creo recordar que por primera vez, una flamante credencial de delegado. Al terminar el encuentro, me acerqué a la cineasta… y he aquí que sin más explicaciones me tiende el Óscar y empieza a hablarme con la familiaridad con que se interpela a un viejo conocido.
Un rato más tarde, en los jardines del Hotel Nacional, se me acerca un tipo con acento sudamericano que se presenta como estudiante de cine y me pide que, profesionalmente hablando, le «ponga la piedra» con Barbara, porque evidentemente yo tenía mucha guara con ella. «A ver, yo no la conozco, me habrá confundido con alguien o tendrá fantasías sexuales con flacos melenudos, pero jamás la había visto», le juré al tipo, que igual no me creyó y debió sospechar que yo quería monopolizar a la norteña, porque se molestó visiblemente con mi negativa.
Rememoro esta anécdota para ilustrar mi punto en el presente artículo: por lo general, el proletariado del cine no va a los Festivales para ver películas, eso es cosa del público. Se asi