Conocí a Manolo en el año setenta, en plena zafra. Él era un tipo de estos que aunque te pases veinte años sin verlo no se te olvida nunca. Ni gordo ni flaco, estatura media y con una cara cuadrada que cualquiera que la viera diría que se la hicieron con regla.
Cuando acabó aquella zafra dejé de verlo muchos años. No sé cómo averiguó mis coordenadas, pero la cosa fue que se me apareció en la oficina. Mi secretaria entró y me dijo que me buscaba un amigo mío, que decía llamarse Manuel Valdivia.
Enseguida lo recordé, incluso hasta el apellido que no dijo: Quintero. Le dije a mi secretaria que lo mandara a pasar, y me senté a esperarlo. Reflexioné en lo inconcebible del hecho de haberme acostado con varias mujeres hermosas y no recordar sus nombres, y en cambio, saberme el de Manolo de memoria con sus dos apellidos.
Él había cambiado bastante desde la última vez. Estaba casi completamente calvo y tenía bolsas debajo de los ojos, pero mantenía íntegro el aspecto de comemierda que siempre fue su sello distintivo. Hay personas que parecen comemierdas y no lo son, y otras que lo son sin parecerlo. Manolo lo parecía y lo era. Por eso cuando entró en mi oficina y se sentó, me preparé para oír cualquier barbaridad.
—Sé que eres estadístico —me dijo después de los saludos—. Necesito que me ayudes con una investigación, porque creo que he hecho el descubrimiento del siglo.
Las palabras le salieron de la boca como ráfagas de ametralladora. Se veía que las había practicado muchas veces, sin éxito, claro está. Su voz sonaba artificial, de tal modo que lo imaginé en uniforme de escuela recitando de memoria un poema sobre hombres desconocidos. Me divirtió la imagen, lo que provocó que me demorara en contestar, y cuando fui a hacerlo, Manolo volvió a recitar:
—Este es el protocolo de investigación —dijo al tiempo que me tendía dos sobres— y este es mi currículo. No tienes que responderme ahora. Léetelo todo con calma y bueno, me llamas y me dices. El teléfono está ahí anotado.
—Manolo —empecé—, no sé si tenga tiempo. Tengo mucho trabajo atrasado.
—Por favor, necesito que me ayudes. Sólo te pido que te leas lo que te dejo. Yo sé que piensas que soy un comemierda vestido de paisano… No, no importa, yo también lo pienso. Pero creo que esta vez un comemierda va a cambiar el destino de la humanidad.
Esta toma de conciencia de Manolo me tomó desprevenido, y fue parte por eso y parte por lástima que saqué su currículo del sobre y miré la primera hoja. Según decía allí, Manolo era bioquímico, hablaba alemán y había trabajado sintetizando fertilizantes a partir de excrementos de conejo, comparando excrementos de distintas razas de ganado vacuno, y aislando gases de excrementos humanos en descomposición.
–Óyeme, Manolo, veo que la mierda juega un papel fundamental en tu vida –le dije jocoso, tratando de aliviar la tensión, y adelanté la mano en un ademán de coger el sobre de la investigación. Manolo me sujetó por la muñeca.
–Me voy. Ábrelo después y me llamas.
Se levantó y se fue, sin añadir una palabra, y al salir le dio un tirón a la puerta. Lo hizo con naturalidad, sin intención, como