Justo después de almorzar, entré a la cocina para hacer café. De momento noté un ligero mareo combinado con un escalofrío y tuve que apoyarme en la meseta porque me sentí debilitada. Debo haber cambiado la expresión de mi cara porque mi pareja, que acababa de entrar en la cocina, tocó mi frente y mis hombros y me dijo: «Tienes fiebre». Lo miré con cierta burla y repetí lo que digo mucho: «Nunca me enfermo, no me da fiebre desde hace más de 20 años, los malestares no me duran más de 24 horas, no necesito ir al médico, soy un tronco».
No era así esta vez. Había llegado el oropouche y yo lo ignoraba. Lo ignoraba, sí, pero él a mí me había escogido para aposentarse; yo podía pensar que lo ignoraba, pero el virus no perdona, no deja pasar.
Corrí entonces a buscar un termómetro para demostrar que yo estaba bien. El que tenemos mide la temperatura en grados Fahrenheit, así que luego de usarlo tuve que indagar en Internet cuál era la equivalencia en grados Celsius. Sí, tenía fiebre, más de 38, pero estaba dispuesta a esperar a que se fuera sola como mismo había llegado.
Reposaré un rato, me dije, y a pesar del enorme calor de un mediodía de julio en Cuba, me acosté y me quedé dormida.
Soñé que había muerto en esa misma cama. No estaba asustada ni triste, pero sí profundamente preocupada. Sabía que la persona que descubriera mi cuerpo sin vida iba a verme a través de la ventana que da al pasillo lateral de la casa. Desde afuera, vería que yo no tenía movimientos, que no respondía a sus llamados. No me molestaba la desatención, pero me atormentaba pensar que me encontrara con la boca abierta. La sola idea de mi mandíbula descolgada y los dientes exhibidos me provocaban una vergüenza infinita. Me parecía que sería horrible de ver. Me recordaba una película infantil en la que el esqueleto de una reina muerta era capaz de quitarse y ponerse la mandíbula inferior. Es una imagen perturbadora que me ha acompañado toda la vida y que, en el sueño, me parecía espantoso que se repitiera en mi propio cuerpo.
Entre los sueños de la fiebre intentaba acomodarme de lado en el colchón para calzar mi cara con un brazo y evitar que mi boca se abriera. Era una tarea que repetía durante la siesta, sin saber si estaba dormida, despierta o si de verdad me había muerto antes de despertar. Creo que fue un proceso de unas dos horas y solamente terminó cuando abrí los ojos. Me puse el termómetro todavía medio impresionada por mi sueño y supe que mi temperatura no había bajado, al contrario, ahora estaba por encima de los 103 grados Fahrenheit, o sea, yo no sabía cuánto, pero estaba alta.
Al intentar levantarme para buscar un analgésico me percaté de lo difícil que me resultaba moverme. Era muy complicado entender cómo podía haber pasado de tener una mañana de gran actividad al estado en el cual apenas l