LA HABANA, Cuba. – La masacre en Ciego de Ávila ojalá fuese el pico más alto en la actual escalada de violencia pero, de mantenerse las cosas como están, pudiéramos en Cuba asistir en poco tiempo a episodios de horror que superen el de Ceballos, donde un joven pensó que las vidas de un niño, un adolescente y dos mujeres valían nada frente a su miserable voluntad de apropiarse de lo ajeno.
Hay quienes se preguntan qué cosas “de valor” pretendía robar el asesino en aquella casa, como si de algún modo la magnitud del robo pudiera justificar las dimensiones monstruosas del baño de sangre, y ya el simple hecho de que nuestra mente, de modo consciente o “inconsciente”, nos desvíe a tales detalles frente a la muerte violenta de inocentes, es una señal de alarma para detenernos a reflexionar sobre la sociedad de la que somos parte, sobre los muchos “monstruos” que cargamos dentro y, más urgente, sobre la creciente “normalización” de la violencia en un contexto de “sálvese el que pueda”.
Un contexto que es “continuidad” de aquel otro de “socialismo o muerte” donde nos enseñaron que la vida no tiene valor alguno, que no nos pertenece, frente a los antojos y egoísmos de unos guapetones que gobiernan un país, así como el jefe pandillero aterroriza a los vecinos del barrio.
He escrito otras veces sobre el asunto, y volveré esta vez porque sigo preocupado por lo que veo a diario no en las redes sociales, donde apenas alcanzamos a ver la punta del iceberg, sino en mi propio barrio “marginal”, así como en la ciudad “marginal” toda donde vivo, el país marginalizado de una punta a la otra, donde el común denominador en las relaciones entre las personas, incluso entre el Gobierno y nosotros los “gobernados” (para no decir sometidos), es la violencia.
Una violencia que pudiera transformarse en irreversible o muy difícil de revertir si se piensa como algo “coyuntural” (o como algo que “ocurre en todas las sociedades”, como