He hablado ya de cómo la mayoría de la gente ha olvidado, o simplemente sacado de su vida, el cine que se hizo en los antiguos países socialistas europeos. Es más, para muchos todo era soviético (en particular si se habla del cine de animación), esto es, un gran mazacote indistinto en que poco importaban las nacionalidades o los directores si, en un final, el comunismo lo permeaba todo. Los nombres que se salvan son de aquellos realizadores que emigraron e hicieron la mayor parte de su trabajo en Occidente, como Roman Polanski y Milos Forman; además, de cuando en cuando se rescata alguna película censurada en su momento tras la Cortina de Hierro, lo que le concede su principal valor. El criterio generalizado parece ser si ignoro el resto, no me he perdido nada.
Krzysztof Kieslowski nació en Varsovia en 1947 y murió en 1996 en su ciudad natal: no llegó a cumplir 50 años. Por si fuera poco, en determinado momento anunció que se retiraba del cine, pues ya había dicho todo lo que tenía que decir; como Juan Rulfo, abandonó para no repetirse. Sin embargo, había dicho suficiente para ser considerado en vida el mejor director europeo, título que por demás no se tomó demasiado en serio.
La primera película de Kieslowski que vi en mi vida fue Amator(1979). Un compañero de la Lenin la había descubierto en algún sitio, probablemente la Cinemateca, y me la recomendó, así que allá fui a juzgar por mí mismo. Lo que más me llamó la atención fue el tono crítico y subversivo del relato, a través de un atemperado tono de comedia: el protagonista (interpretado por Jerzy Stuhr, una presencia sólida y frecuente en el cine polaco) se compra una cámara de cine de 8 mm para filmar el nacimiento de su hija; al saberlo, de la empresa en que trabaja le encargan un documental de tono laudatorio acerca de un evento; el cineasta aficionado descubre poco a poco el poderío latente en