Para muchos la Milagrosa es casi una santa, y por eso su tumba, en el cementerio de Colón, está llena de ofrendas y mensajes de agradecimiento de aquellos que en un momento de angustia imploraron su ayuda, y ella les concedió lo que le pidieron. Foto: Alejandro Benítez Guerra.
Si a usted le preguntan por Amelia Goyri posiblemente quede sin respuesta. Pero, si en lugar de Amelia, le preguntan por la Milagrosa, sabrá de seguro de quién se trata. Son la misma persona. Para muchos es casi una santa, y por eso su tumba, en el cementerio de Colón, está llena de ofrendas y mensajes de agradecimiento de aquellos que en un momento de angustia imploraron su ayuda, y ella les concedió lo que pidieron: casi siempre el reencuentro con la persona amada y el restablecimiento de la relación amorosa, la recuperación de la salud o la posesión de un bien que se creía perdido.
Aislada del mundo
Amelia Goyri nació en La Habana, en 1879. Pertenecía a una familia de clase media y su vida estuvo signada siempre por la amargura. Quizás su mayor y única alegría fue el noviazgo que inició, desde los siete años, con su primo José Vicente Adot. Muy pronto comenzó la protesta de sus padres, que aspiraban a un mejor partido para su hija. Pero los jóvenes continuaron amándose en secreto.
Tenía Amelia 13 años de edad cuando murió su madre. Poco después, José Vicente partía a la manigua. Quedó sola entonces, y su padre la puso bajo la tutela de su tía doña Inés, casada con el español don Pedro de Balboa, marqués de Balboa.
Amelia quedaba aislada de José Vicente y también del mundo. Vivía con doña Inés en una lujosa mansión, el Palacio de Balboa, en la calle Egido, entre Apodaca y Gloria, que en la República sería la sede del Gobierno provincial de La Habana. A