Corrieron veloces los últimos días del verano de 1989, y de igual modo hubiera corrido los 400 y los 800 metros Ana Fidelia Quirós, La Tormenta del Caribe, si Cuba hubiera participado en las Olimpiadas de Seúl de ese año.
También corrió una de esas tardes el ingeniero Manuel para alcanzar el ómnibus que lo llevaría desde su centro de trabajo —la modernísima termoeléctrica Antonio Guiteras— a su apartamento —igualmente recién estrenado—, donde lo esperaba mi tía, ama de casa treintañera, hermosa, un poco insegura y madre de un primo casi de mi misma edad. Ese deporte, el de correr tras las guaguas, desapareció con el tiempo, en la misma medida en que se evaporó el transporte público en la Isla, pero vamos por parte.
Ayer fui al lugar donde hacía Educación Física durante la primaria y la secundaria. Se jugaba voleibol, baloncesto y mucho fútbol, sobre el césped o en la parte cementada. Algunos calzaban zapatillas de marca y otros iban sin zapatos. Algunos iban sin camisa y otros con camisetas del Barza. Vi a un par de muchachas que subían y bajaban escaleras, otras que subían a las redes sociales fotos en las que aparentaban hacer sentadillas, y vi a unas cuantas mujeres «maduras» caminar o correr por la maltrecha pista. Una de ellas se me pareció a mi tía, la esposa del ingeniero Manuel, fallecida durante la pandemia, y ese fue el detonante que desató la actual mezcolanza de preguntas, recuerdos y dudas…
A mis tíos y a mi primo los visitaba con frecuencia porque el televisor Krim 206 de mi casa perdía la señal y el audio constantemente y había que darle piñazos para que los recuperara. Mi padre cumplía misión en Angola y solo cuando regresara, le prometieron, le darían por el sindicato un televisor soviético, marza Horizon, en colores, y así ya no tendría que seguir viendo Skippy o Flipper en el televisor Caribe, made in Cuba, con la pantalla pintada a rodillo, tres franjas, azul, verde y roja, en casa de mi tío.
En fin, que aquella tarde de agosto mi primo y yo esperábamos el inicio de la aventura Hermanos, la de Tomás y ¡Lorencitoooo!, cuando entró mi tío Manuel, sudado, al apartamento. Mi tía había ido a pedirle sal a la vecina. Él nos hizo una seña cómplice, se desabotonó la camisa de cuadros y cambió del Canal 6 al otro que había, Tele Rebelde.
Apareció una rubia de pelo azul (por la franja pintada a brocha en la pantalla) y un cartelito que nos avisaba de su nombre y del nombre del programa: Gimnasia Musical Aerobia, con Rebeca Martínez, cosas ambas que no importaban. Solo importaba que ella nos sonriera, vestida con aquel oufit premonitorio de lo que años después vendrían a ser las licras, que nos dejaba ver cada curva de su cuerpo mientras nos sonreía al ritmo de la música y animaba al grupo de sus seguidores a moverse, a no cansarse. A la derecha, a la izquierda, adelante y atrás, subiendo y bajando las rodillas, respirando profundo sin perder ni la cadencia, ni el ánimo.
Rebeca Martínez fue una de las pocas, si no la única, sex symbol creada por la TV cubana después de 1959. Una adelantada, la primera chica fitness, la que conquistó el corazón de muchos hombres y se convirtió en inspiración para miles de cubanas que hacían ejercicios con ella desde las salas de sus casas, aunque, para mi tía, solo fue motivo de unos celos absurdos. Tanto, que nunca en esa casa se ponía Tele Rebelde a las 7 de la tarde. Tanto, que se aproximó silenciosa y con disimulo dio un pellizco tremendo en el brazo de mi tío.
En marzo de ese año, Javier Sotomayor había ganado el oro en el campeonato mundial de pista cubierta con un salto de 2.43 metros de altura, mientras que Iván Pedroso se entrenaba para los Juegos Panamericanos de La Habana 91, donde obtendría bronce en el triple salto y donde Cuba superaría a Estados Unidos por única vez en el medallero.
Tras el pellizco, que hizo tambalear el Muro de Berlín antes de que lo tumbaran en noviembre, la hazaña de mi tío fue alcanzar el baño de un solo salto, volando bajito, impulsado por ese pellizco hecho con uñas naturales, no de gel ni de silicona, y alimentado con las ancas de rana, con las gallinas vivas, las merluzas, la morcilla y la carne de res de tercera que de cuando en cuando vendían por la libreta de abastecimiento en las carnicerías. Si hubiera existido un campeonato mundial de pellizcos, aquel le hubiera traído la medalla de oro al Comandante.
Sí, porque en 1989 las medallas se dedicaban al Comandante, al pueblo y a la familia, en ese orden, y Orestes Kindelán, Omar Linares, Víctor Mesa y ningún otro pelotero se atrevía a persignarse al entrar al cajón de bateo, ni agradecían en primera instancia a Dios por el éxito. Nuestros campeones internacionales, necesarios para aunar la moral del pueblo y para ser presentados como ejemplo de la superioridad del sistema socialista, eran dignos encarnados de la utopía del Hombre Nuevo. El estímulo moral, el cariño de los cubanos y tal vez un carro o una casa en un reparto, les bastaban. La técnica era la técnica, y sin técnica, no había técnica. Fidel se las sabía todas.
Si había logrado poner a la vaca Ubre Blanca en el centro de atención nacional durante meses, qué pensaríamos del deporte. Este era un proceso institucionalizado y politizado de principio a fin, y también extendido y apuntalado con ciertas cantidades de dinero a todos los niveles. Excepto bailar trompos, empinar papalotes y jugar pelota en las cuatro esquinas del barrio, todo el deporte que podías practicar estaba auspiciado y controlado por el Estado. Cierto que había jabalinas, balas y martillos en cualquier pista de entrena