La política, en los tiempos que corren, parecería el «arte» de descalificar, aniquilar, devastar, arrasar a quien adversa. En ese carácter, abundan términos que, repetidos una y otra vez, naturalizados en su ambivalencia, con severas distorsiones a sus sentidos primeros, esconden debates esenciales que deberían ser preocupación de la política en tanto arte de ordenar la convivencia social-humana.
El «arte» de descalificar tiene como recursos la descontextualización, parte de visiones simplificadoras de la realidad, pretende convertir en verdad universal e incontestable lo que, por naturaleza e historia, no lo es, convierte una parte en el todo, niega los procesos y los matices, reduce a alaridos, sin contenidos ni contención, lo que de contrapunteo, debate, deliberación o negociación requiere el ejercicio de la política que busca —al menos—la convivencia.
Lo que acontece en la actualidad no es la desaparición de lo político en su dimensión de adversar, más bien su disgregación en expresiones de registro moral. Dicho de otro modo, si bien lo político se manifiesta en una diferenciación de nosotros/ellos, esta, en lugar de ser definida por categorías políticas, se establece, de manera predominante, en términos de moralidad.
En lugar de una lucha entre conceptos y modelos políticos, se manifiesta entre «el bien y el mal». La narrativa de lo político se plantea, de este modo, en unos términos que devalúan, postergan o esconden la base ideológica que le es consustancial.
De ahí que, por ejemplo, el conflicto venezolano sea mucho más profundo que apostar por un candidato o candidata que guste más o menos, o la simplificación al contencioso oficialismo-oposición; incluso trasciende la publicación de las actas electorales (aunque no desatienda su relevancia). Este conflicto exige mirar lo político como contenido y la política como práctica que lo viabiliza, lo cual desborda significativamente las fronteras de Venezuela.
Ambas comprensiones sobre la política (arte de descalificar o arte de convivir) son proyectos en sí mismos, con un arsenal de términos que desvirtúan o clarifican, según sea el caso, el sentido político de sus propuestas. De un tiempo a esta parte, por ejemplo, el vocablo radical se esgrime como sinónimo de extremista, o al menos una condición previa, un peligro per se. ¿Esta similitud será una confusión o una intención?
Radical, etimológicamente, procede del latín radix, radicem, se refiere a aquello que pertenece a la raíz, que tiende a ella, en sentido directo o figurado. La Real Academia Española incluye en su definición la ambivalencia del término al anotar como sinónimos: fundamental, esencial, sustancial, básico, primordial; extremista, fanático, drástico, tajante, intra