Calderón tiene 79 años y siempre ha vivido cerca del Parque de la Fraternidad, donde trabaja hace veinticinco en una brigada de mantenimiento. “Mira este árbol”, me dice, “se llama Anacahuita, da sombra el año entero y es lo más lindo que existe, pero está vivo de milagro porque todo el tiempo hay personas haciendo sus necesidades en él”.
Me cuenta que antes existían cercas para impedir que las personas caminaran sobre el césped. “Eran de calamina, se las robaron para hacer figuras religiosas y sillones; igual pasa con los cestos de basura. Los bancos tampoco se salvan, y luego los ves en establecimientos particulares. Una de las estatuas del parque se la querían llevar porque pensaban que era de platino”.
Según Calderón, la ceiba del Parque de la Fraternidad debe tener casi cien años. Para protegerla, a la puerta de la reja que la circunda se le puso un tranque de bronce, pero se lo robaron. La ceiba, conocida al inaugurar el parque como el Árbol de la Fraternidad Americana, sobrevive ahogada en agua podrida, excrementos humanos, preservativos, bolsas de basura, desechos. Su tronco lleno de caracoles africanos. Un árbol que, según cuenta la leyenda, una noche de tormenta abrió su tronco para refugiar en su interior a una madre con su hijo. La majestuosa siendo vulnerada por la ignorancia. Dicen los religiosos que la ceiba está observando en silencio y que un día los irrespetuosos tendrán su merecido.
Uno de los guardaparques, al que le llaman “el muerto vivo”, se sienta bajo la Anacahuita y dormita: “No resuelve mucho como custodio, pero se quedó solo y al menos aquí está acompañado”, me dice uno de los trabajadores.
Una muchacha se sienta debajo de un árbol, su árbol, y no permite que nadie se le acerque. Una mañana llegué al parque y ella dormía debajo del árbol, tapada con una manta roja como un animalito muerto.
Otro de los habituales es un homosexual que tiene dos rostros y un nombre para cada uno de esos rostros. Me contó intimidades suyas y del parque. “Yo ando solo, no me gusta mezclarme con nadie porque hay muy mal ambiente, he visto broncas grandes entre los travestis y aquí la policía no entra. Me gusta andar así, sencillo, así mismo me llevo a los tipos más ricos del parque”.
“Hazle una foto, hazle una foto”, me gritan los muchachos y veo llegar a una persona que se mueve como un pez que da coletazos. Se sienta en un banco, fuma y se va.
En las tardes la hermosa luz que trae una ciudad con mar, también trae niños al parque. “No había nada más lindo que venir por la tarde y sentarse a coger fresco, pero eso ya no se puede hacer, hasta muertos ha habido en las broncas. Muchas veces hemos encontrado cuchillos escondidos en la hierba por la mañana”. Calderón me dice con tristeza: “Me duele que las personas rompan el trabajo que nosotros hacemos, que esto se haya convertido en un desastre, pero yo qué voy a hacer, si a nadie le importa nada”.