El Programa nacional contra el racismo y la discriminación racial fue aprobado en noviembre de 2019 como parte de una política oficial del Gobierno cubano. La comisión encargada de velar por el cumplimiento de los objetivos propuestos, de forma paradójica, está encabezada por el propio presidente de la República Miguel Díaz-Canel Bermúdez, lo cual certifica el carácter verticalista y centralizado de su puesta en marcha; a pesar de las complejidades de carácter intersectorial y transdisciplinario que caracterizan las expresiones del fenómeno en la Isla.
Según el discurso de las autoridades, esta política pública está integrada al Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social (PNDES), y sus directrices están comprometidas con la agenda 2030 impulsada por la Organización de Naciones Unidas (ONU). El programa abarca siete ámbitos fundamentales: educación, salud y bienestar, trabajo, hábitat y condiciones de vida, ingresos, desventajas socioeconómicas e integración, racismo y discriminación. Sin embargo, teniendo en cuenta la tan ambiciosa agenda de trabajo, es llamativo que el grupo conformado por intelectuales, académicos, activistas y estudiosos de la temática, carezca de un presupuesto declarado de forma pública para la implementación de estrategias reparativas.
Esa realidad obstaculiza las bases prácticas para la materialización de sus políticas al no contar con autonomía a planos financieros, lo cual restringe su incidencia efectiva en cada uno de los ámbitos objeto de transformación. Entre los antecedentes contemporáneos e institucionales del programa se encuentra el Proyecto Color Cubano (2001-2009), la Comisión Aponte de la Uneac (2009) y la Articulación Regional Afrodescendiente para América Latina y el Caribe (Cuba, 2012).
Del «racismo científico» a la cosmovisión nacionalista del mestizaje
Aunque la ciencia antropológica contemporánea es consciente de que no existen «razas» humanas, el recurso de racialización se utilizó por siglos durante las empresas coloniales para justificar los procesos de sometimiento hacia grupos humanos de menor desarrollo tecnológico, considerados física y mentalmente inferiores.
En Cuba, desde comienzos del siglo XIX hasta inicios del período republicano, se publicó una importante producción de pensamiento considerada científica para la época, alineada a los preceptos de criminalización hacia las personas de rasgos «no caucásicos», detrás de cuyo sustento se encontraba el propósito de fortalecer los valores del supremacismo blanco. A dicha perspectiva desde la criminología moderna contribuyeron autores como José Rafael Montalvo (1843-1901), Carlos de la Torre Huerta (1858-1950) y Luis Montané Dardé (1849-1936), entre otros.
El imaginario político de la democracia republicana reivindicó un discurso de igualdad entre todos los miembros de la nación. Sin embargo, la historiografía es consciente que dicha retórica no guarda correspondencia con las condiciones materiales de las personas negras y mestizas de la Cuba poscolonial. Por ejemplo, los sujetos de pigmentación oscura fueron excluidos del cuerpo policial y el personal diplomático, en tanto quedaron relegados del proceso de redistribución de riquezas y propiedades posterior a la abolición de la esclavitud, como demuestra la historiadora Aline Helg en su libro: Lo que nos corresponde. La lucha de los negros y mulatos por la igualdad en Cuba (1886-1912)[1].
Los sujetos de pigmentación oscura fueron excluidos del cuerpo policial y el personal diplomático, en tanto quedaron relegados del proceso de redistribución de riquezas.
Fue el Partido Independiente de Color (1908-1912) la agrupación política que se dedicó a consagrar su labor en la lucha contra el racismo sistémico republicano. Su composición, encabezada por los jefes militares de la independencia Evaristo Estenoz (1872-1912) y Pedro Ivonnet (1860-1912), estuvo integrada en gran medida por antiguos soldados y oficiales del Ejército Libertador, cuya membresía negra y mestiza constituía alrededor del 75-80 % de las filas insurrectas. Sin embargo, el brutal aniquilamiento de los alzados por los tropas de la armada nacional, precedida de una intensa campaña de desinformación y mercenarización política, demostró que el modelo republicano oligárquico no estaba dispuesto a quebrantar las bases del bipartidismo conservador y menos aún a darle cauce a las demandas provenientes de estos sectores.
La génesis histórico-conceptual del «color cubano»
La masacre en 1912 del Partido Independiente de Color (PIC) provocó un número indefinido de muertos en los campos del país. La mayoría de las/os historiadoras/es estiman por las declaraciones de sobrevivientes y testigos, que las cifras de fallecidos oscilan entre dos mil y seis mil asesinados; a pesar de la impugnación minoritaria llevada a cabo por otros autores a la distancia de los años[2]. La matanza ocurrida en el centro y oriente del país, sirvió como traumático escarmiento que desmovilizó a las personas negras, al punto de no surgir otra organización con carácter partidista similar, enfocada en combatir el flagelo de la discriminación racial entre 1912-1958.
Ese lamentable acontecimiento reestructuró la narrativa de los sectores racializados ante las estructuras de exclusión implantadas por el poder político del sistema capitalista. La desmovilización forzosa trasladó el debate público hacia los medios de prensa, sociedades culturales y espacios académicos. En este contexto se produjo la asimilación de la corriente negrista de los Estados Unidos, que en la Isla tuvo efectos notorios al potenciar hacia los años veinte los estudios sobre la vida, obra y prácticas culturales de africanas/os y sus descendientes.
Algunas personalidades de la época como Regino Boti (1878-1958), José Manuel Poveda (1888-1926), Emilio Ballagas (1908-1954), Rómulo Lachatañeré (1909-1952), Alejo Carpentier (1909-1980), Alejandro García Caturla (1906-1940), Ernesto Lecuona (1895-1963) y Amadeo Roldán (1900-1939), tuvieron marcado protagonismo en la resaltación de los elementos afrocubanos como parte de su obra. El imaginario social racista pasó entonces, de promover el anti-africanismo como política de Estado, a fomentar una visión que entendía al sujeto no blanco como otredad erotizante y exótica, cual mero recurso de mercantilización cosificable.
Ante este panorama epocal la idea del mestizaje ganó terreno en las discusiones en torno al denominado «problema negro», a partir de la visión del ajiaco propuesta por Fernando Ortiz (1881-1969) o del «color cubano» planteada por Nicolás Guillén (1902-1989), que asumía la nacionalidad como un espacio interracial armónico en el que confluían las culturas trasatlánticas. Los conflictos detrás de tales conceptos radicaban en ofrecer la propuesta de un espacio de convivencia fraternal inexistente, abstraída de las diferencias sociales. Por tanto, dicha visión «sinflictiva» invisibilizaba el pasado esclavista, colonial y discriminatorio sobre las personas negras en condiciones de relegación económico-social, tal como revelan las crónicas, censos e investigaciones durante el período nacional correspondiente.
Las diferencias del color en la Cuba posrevolucionaria
Las políticas de justicia social posterior a 1959 tuvieron como principales beneficiarios a las personas de extracción humilde, junto a aquellas que por su color de piel quedaron excluidas de espacios públicos, clubes y sociedades aristocráticas, sin importar su nivel de adquisición económica. Los avanzados indicadores que mostraba la nación en diversas áreas relacionadas con la producción, la tecnología y la cultura, constituían beneficios disfrutados por una clase selectiva de élite. Por ende, el proceso revolucionario gozó de amplia aprobación entre los sectores populares que padecían los rigores de la pobreza y la desigualdad impuesta por el régimen de capitalismo subdesarrollado.
El amplio acceso a la educación universal y salud pública, así como el cese de la segregación por motivos raciales, junto a la implementación de medidas como la reforma agraria, la re