En la novela Hércules y yo, Robert Graves narra el incidente de la cacería infortunada del jabalí de Calidón. Este era un animal enviado por la diosa Artemis como castigo para el rey Eneas, por tanto, solo se le podría matar en una cacería ritual que precisaba el permiso de la misma diosa. Las sacerdotisas ordenaron que su representante, la virgen consagrada Atalanta, fuera una de las participantes. Según el mito, excepto uno de los cazadores, todos estaban en contra de su participación. Como rezaban las supersticiones de la época, toda empresa masculina donde estuviera una mujer sería marcada por la mala suerte y, en correspondencia, los participantes de la cacería no querían que Atalanta fuera con ellos.
Finalmente se logró matar al jabalí, azote de Calidón, pero el costo en vidas fue desproporcionado porque unos no tuvieron en cuenta las sugerencias de Atalanta, otros se burlaron de ella y otros trataron de violentarla y sufrieron las consecuencias. Robert Graves termina la narración razonando que así se confirmó el prejuicio que prohibía cazar en compañía de mujeres, porque ese día habían muerto cinco hombres. Pero a su vez subraya que también podrían atribuirse esas muertes al prejuicio, causa principal de los errores y violencias que llevaron a la fatalidad.
Los prejuicios sexistas han marcado la historia y la cotidianidad humanas. Han sido fuente de polémicas y freno del desarrollo, puesto que se expresan en actitudes e ideas fóbicas, misoginia, racismo, clasismo y violencias varias, y atraviesan los poderes que permiten o patrocinan dicho desarrollo. La ciencia, la educación, el arte, la política, la economía, la religión y también el deporte, han sufrido los embates del machismo y sus múltiples derivaciones, que han moldeado el devenir de estas áreas del desarrollo humano ralentizándolas o generando contradicciones que se traducen en cambios necesarios, ineludibles, verdaderas revoluciones. Una de las revoluciones más interesantes ha ocurrido en el deporte.
Los prejuicios sexistas han marcado la historia y la cotidianidad humanas. Han sido fuente de polémicas y freno del desarrollo.
Desde la antigüedad, la práctica del deporte se asoció a los hombres y constituyó durante mucho tiempo un ámbito de acceso limitado a las mujeres. La participación femenina ha estado mediada por representaciones sociales que otorgan todo el control y poder a los hombres, lo que hace al deporte el espacio de socialización y realización de las masculinidades, mayoritariamente disfrutado, regulado y practicado por hombres en una manifestación más de hegemonía e inequidad de género.
Ideas como la debilidad de la mujer, su incapacidad de adherirse a la disciplina competitiva, la supuesta masculinización de su cuerpo por la práctica de la actividad física, su «necesidad de ser protegida» de la exposición pública y supuestos accidentes, y la tendencia a la infantilización han sido algunos de los prejuicios más acentuados que frenaron la incorporación femenina al deporte.
Esto ha resultado en una serie de aspectos que todavía en la actualidad caracterizan la actividad deportiva femenina. En primer lugar, el deporte femenino de alto rendimiento aún es practicado por una minoría de mujeres y aunque se ha incrementado en los últimos 50 años, esta incorporación sigue siendo mínima en comparación con los hombres. La representación femenina en los deportes de fuerza y de combate sigue siendo insuficiente, y cuando la mujer incursiona en estos deportes tradicionalmente masculinos, que moldean el cuerpo de una manera característica, se le califica de «masculinizada».
En la iniciación deportiva escolar se privilegia a los niños, mientras que a las niñas se les ofrecen otras opciones extracurriculares o se les exhorta a practicar deportes tenidos por más «femeninos», como la gimnasia artística o la rítmica, que, a su vez, suelen ser más selectivos y de menor tiempo de práctica activa que otras disciplinas. Esta brecha se refuerza a partir de los mandatos de roles culturalmente asignados que marcan la vida social y el ocio, la construcción familiar, la conciliación laboral y estudiantil, las necesidades económicas y las maternidades.
Otros aspectos relativos a la insuficiente visibilidad en medios, inequidad de representación en los cargos directivos de organizaciones y desigual asignación de recursos contribuyen a perpetuar la brecha de género en la participación deportiva. El deporte femenino continúa siendo estructural, cultural y simbólicamente más precario, una deuda que viene desde los primeros juegos celebrados en la ciudad de Olimpia.
Las Olimpiadas más femeninas de la historia
Los Juegos Olímpicos de París 2024 son los primeros juegos paritarios en relación al número de hombres y mujeres participantes. Más que un número curioso, esa perfecta proporción uno a una de 5250 atletas mujeres y 5250 atletas hombres, es el resultado de la lucha de siglos por la participación femenina en un área del desarrollo humano que nació siendo exclusivamente masculina.
En los Juegos Olímpicos de la antigüedad las mujeres solo podían participar como espectadoras, y aún estas no eran mujeres corrientes sino unas pocas seleccionadas por su carácter de sacerdotisas. Solo en los Juegos Hereos, dedicados a la diosa Hera, podían las féminas participar, en una suerte de competencias rituales menos severas que las de los juegos masculinos.
Aunque la primera edición moderna de los JJOO tuvo lugar en 1896, no fue hasta la segunda en 1900 y celebrada en París, cuando participaron por primera vez las mujeres. Según el Congreso Organizador de los Juegos Olímpicos liderado por el Barón Pierre de Coubertin, la participación femenina podría afectar su salud y sería «impráctica y poco interesante». Este pensamiento reflejaba la subestimación de las capacidades femeninas en el ámbito deportivo de aquel entonces. Se decía que en aquella época las mujeres apenas practicaban deporte, como si eso se debiera a un interés ínfimo por la actividad física y no a la política que defendía una rígida segregación entre hombres y mujeres jóvenes, y en la que el deporte desempeñó un papel central.
Es en 1900 cuando finalmente se presentan las mujeres a las olimpiadas. En esta edición fueron 22 las atletas que compitieron en cinco disciplinas: tenis, vela, crocket, hípica y golf. Su presencia fue sobre todo testimonial y se limitó a estas disciplinas que eran consideradas «acordes