En 1989, los venezolanos marginalizados salieron a las calles para condenar una clase política que los dejaba a un lado. Fue un encuentro sangriento entre el pueblo y el Estado represivo que marcó una profunda fractura en la democracia representativa en Venezuela. El momento destacó las consecuencias de la exclusión y la marginalización social y reveló una clase política sorda al clamor del pueblo.
Unos años después, Hugo Chávez Frías orquestaría un golpe contra la misma clase política que había manchado las calles con la sangre de los venezolanos durante el Caracazo. Desde entonces, el líder representó la esperanza para la Venezuela marginada. Un hombre de orígenes humildes, un soldado y un golpista fue visto por muchos en la izquierda internacional como un hombre justo que venía a distribuir la riqueza y luchar contra la injusticia tanto en el país como más allá.
El vínculo entre Chávez y su pueblo parecía irrompible y su popularidad permaneció hasta el final de sus días. Cada domingo, lo veíamos recitar poesía, cantar y bromear mientras, pieza por pieza, devoraba el pastel de la democracia liberal en Venezuela. Adiós equilibrio de poder, libertad de prensa, libertad de asociación. Poco a poco, las restricciones al ejecutivo fueron borradas por los venezolanos que decidieron firmar un cheque en blanco al comandante.
Mientras tanto, quienes pensaban diferen