Durante mucho tiempo hemos tenido relativamente fácil lo de identificar posturas políticas. La dicotomía izquierda-derecha, eje fundamental del discurso político, nos ha aportado un marco conceptual cómodo para etiquetar toda clase de movimientos y tendencias. La izquierda política se ha concebido esencial y tradicionalmente como progresista, anti-sistema y revolucionaria; la derecha como conservadora, defensora del statu quo y reaccionaria.
De manera similar, se ha asociado de modo usual a la izquierda con un compromiso con el conjunto de la sociedad, con el colectivo por encima del individuo, y la derecha con el compromiso con el individuo frente a la sociedad. Así, los socialistas, incluyendo su vertiente comunista, se han considerado de izquierda, y los defensores del libre mercado se han considerado de derecha.
La diferenciación discursiva que toman ambas denominaciones, aparentemente completas y totales en sí mismas, se sostiene a su vez sobre un marco ideológico que les atribuye contenidos propios a significantes inicialmente vacíos ―o vaciados a través del discurso―, tales como libertad, democracia o igualdad. De este modo, autores como el liberal Isaiah Berlin llegaron a proponer encuadres conceptuales tales como las nociones de libertad positiva y negativa, donde la positiva es la capacidad propia del individuo para autorrealizarse, y la negativa es la libertad como ausencia de barreras. Así, Berlin asoció al socialismo la libertad positiva, pues esta debía ser impulsada desde el Estado, y al liberalismo la negativa, es decir, la no injerencia del Estado sobre el sujeto.
Si bien estas denominaciones ―izquierda y derecha― han tenido elaboraciones teóricas sobre las que se sustenta su utilización, en el plano de las narrativas y el discurso político muchos de sus contenidos han dejado de ser claros e identificables, acercándose cada vez más a convertirse también en significantes vacíos, donde la derecha y la izquierda pasan a significar cualquier cosa que el emisor desee. No obstante, a pesar de esto, podemos intentar abstraer su sentido general, y la pista podemos hallarla en sus orígenes, allá en los primeros momentos de la Revolución Francesa:
En 1789, la recién proclamada Asamblea Nacional Constituyente discutía el poder que debía tener la monarquía frente a la asamblea, en concreto, sobre el poder de veto real. Los partidarios de mayor poder del rey, mayormente nobles y clérigos, se agruparon a la derecha del presidente, y partidarios de una mayor autonomía de la asamblea se agruparon a la izquierda, que en su mayoría eran representantes del pueblo, el Tercer Estado. Fue así, a partir de una distribución geográfica en cierto modo fortuita, que nacieron, en un mismo espacio, la izquierda y la derecha. Es así que, en la raíz de una está el cambio, el poder del pueblo y el progreso, y en la otra la conservación del orden preexistente, la tradición y la jerarquía.
¿La «derecha» como la nueva «izquierda»?
El historiador argentino Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? sugiere que, a medida que el siglo XXI ha ido avanzando, el anti-progresismo y el rechazo por la corrección política han ido construyendo un nuevo sentido común caracterizado por un matiz reaccionario, donde aquel poder establecido contra el que los individuos han de rebelarse es, en sí, el que promueve el «progreso». La rebeldía, tradicionalmente asociada a la izquierda, ha caído en el campo de lo conservador, a través de la promoción transgresora del retorno a un momento anterior. El enemigo ya no es la otra mitad del sistema, sino el sistema mismo bajo el control del establishment general ―incluyendo grupos e individuos considerados de derecha en el esquema tradicional―, que en nuestros días es presentado por estos nuevos discursos como progresista, de izquierda, feminista, socialista, globalista y colectivista.
De esta manera, una vez estos discursos se extienden, la transgresión se convierte a su vez en «anti-progre», anti-feminista, anti-socialista, y así sucesivamente. En otras palabras, la rebeldía y la subversión de lo establecido o impuesto «desde arriba», ideas previamente asociadas a la izquierda, toman las características que fueron antes consideradas propias de la derecha. Las divisiones heredadas de la Guerra Fría, donde los bloques ideológicos estaban diferenciados entre sí y poseían a lo interno una serie de características fácilmente identificables a nivel narrativo, no parece seguir teniendo la misma utilidad para describir la realidad política en el mal llamado «fin de la Historia».
Una vez estos discursos se extienden, la transgresión se convierte a su vez en «anti-progre», anti-feminista, anti-socialista, y así sucesivamente.
Esta tendencia halla sus ejemplos en el auge de personalidades públicas y movimientos que se salen de ese esquema habitual de organizar el panorama político. El ascenso de las nuevas derechas, cuyos discursos no encajan siempre con la derecha decimonónica que dio origen al nuevo liberalismo en la era de Thatcher y Reagan, ha dado al panorama político un colorido peculiar, que rompe muchos de los esquemas del viejo sentido común surgido del discurso ideológico.
En Estados Unidos, esta gradual transición de la derecha tradicional a las nuevas formas de derecha se manifiesta con especial claridad al interior del Partido Republicano y la creciente popularidad del ala menos ortodoxa de la derecha estadounidense. Un catalizador potente de este proceso fue el movimiento político en torno a la figura de Donald Trump, que, si bien sostenía en lo general un discurso conservador y tradicionalmente de derecha, incluía elementos propios y novedosos de esta nueva generación de conservadores.
El adversario no aparece ya representado como aquellos enemigos tradicionales de la derecha, sino como el propio sistema ―visible en su famoso «the system is rigged»[1]―, que está controlado por una supuesta élite maligna que controla la política más allá de derechas e izquierdas. La figura central de la nueva derecha ya no es el político experimentado y tradicional, sino un outsider, alguien externo al sistema que busca disolver el statu quo, lo cual rompe con la tradición política de la derecha maccarthista, que buscaba proteger el sistema de la amenaza roja: aquí el