Detrás de la casa en la que vivo hay un lago, como en muchos lugares de Miami. A veces, cuando estoy saturada del estrés cotidiano, me siento un rato en el lago y tomo una pausa.
El paisaje no tiene nada que ver con el laguito de Mulgoba, que quedaba cerca de la casa de mis abuelos en la que viví mi infancia. Sin embargo, para mí lucen casi iguales, aunque son en extremo diferentes. Incluso, en la orilla, el lodo pantanoso acumulado parece que tiene la forma de Cuba, de la isla-caimán que en algún momento nos comió vivos.
No sé si le sucede a otros o es solo a mí, que con los años me he vuelto melancólica y nostálgica. Cuando uno emigra, parece que busca a Cuba en todos lados.
Quizá es por la sensación de sentir que levito, que no pertenezco a un sitio, que me he quedado sin raíces. Aferrarme a Cuba es aferrarme a la versión de mí que conozco, que me resulta familiar, que era parte de un lugar, aunque el lugar solamente exista en mi imaginación.
Mucho se habla de los duelos migratorios, de la extraña sensación de saber que uno logra metas y sueños, pero al mismo tiempo siente una especie de vacío que no volverá a llenarse.
Aunque he encontrado un nuevo hogar en Miami y estoy construyendo una vida llena de oportunidades, una parte de mí siempre permanece anclada en la nostalgia de lo que dejé atrás.
La mata de mango
Cuando era pequeña, en el patio de la casa de mis abuelos había una mata de mangos. Mi pasatiempo favorito era subirme en el techo y, escondida, comer mangos verdes con sal.
En la casa en la que vivo ahora hay una mata de mango y me parece una señal de que, de alguna manera, un pedazo de Cuba está conmigo. Por estos días, en los que se han caído varios mangos maduros en el patio, me invade una mezcla de alegría y tristeza; alegría por tener algo que me transporta a mi infancia y tristeza porque esos momentos son recuerdos.
Hace un par de días, mi hija Emma probó por primera vez un mango de la mata y le gustó tanto que no quiso compartir ni un pedacito. De pronto, me vi niña de nuevo, comiendo mangos en el techo de la casa de mis abuelos y sentí una especie de tristeza nostálgica o de nostalgia triste, no sé cómo llamarle.
En Miami, los mangos en mi patio son más que frutas. Son símbolos de mis raíces, de los recuerdos que llevo conmigo y de la identidad que trato de preservar. Emma no conoce la casa de sus bisabuelos ni la sensación que se siente trepar al techo, pero a través de pequeños momentos, trato de transmitirle un pedazo de la herencia.
Siento que la melancolía me acompaña como una sombra. En las noches tranquilas, cuando todo está en silencio, pienso en los sonidos de La Habana, en las risas de mis amigos y en las historias que dejé grabadas en el Malecón.
Dicen que el ave nacional de Cuba es el tocororo, pero creo que en realidad es el gorrión que nos acompaña en la experiencia compleja de vivir entre dos mundos.
El gorrión
Cuando menos lo espero, el gorrión aparece y se posa en la ventana de mi cuarto